domingo, 2 de septiembre de 2007

SANTO-SANTO


¿Santo? Santo puede ser cualquiera de nosotros, incluso sin hacer esfuerzos especiales para lograrlo; tampoco hay que ponerse trascendentes. Santo fue un tío mío, quizás porque le pusieron tal apelativo como nominativo, y vaya a saber por qué se sintió obligado. Dice el diccionario, al que siempre hay que volver para re-entender estas cosas: “El Nuevo Testamento designa como santos a todos los bautizados, pero en la tradición posterior, el apelativo quedó circunscrito a los cristianos de vida ejemplar”. Bien sí, pero ¿y si se trata de un Santón de la tradición oriental? Pues al respecto dice el diccionario: “El que profesa vida austera y penitente fuera de la religión cristiana. Especialmente del mahometano que hace esa vida”. ¿Y que pasa con las otras religiones? ¿Y con los ateos? Como que no hay santos hombres a los que la religión les trae al pairo, pero practican vidas ejemplares haciéndolo por fe simplemente cívica. Conozco a un venerado hombre de una rural comarca navarra, capaz de descubrir tu alma en un periquete, que aprendió a serlo contemplando en soledad la naturaleza mientras pastoreaba los rebaños de otros, integraba el conocimiento de sus mayores, y leía “EL CASO”. Los caminos de la fe y la revelación son infinitos
Bien, entonces por agregación y fe en la imitación bienhechora hasta de nuestros vecinos, que los hay buenos, o de nuestros santos padres biológicos o de registro causal, todos, o casi todos, somos santos. Santas mujeres, santos varones, santos niñas o niños, que lo son de verdad al principio porque llegan ignorantes y más bien angelicales, que es mucho más que ser santo. ¡Ay, pero que después se nos estropean, o los estropeamos, con esas educaciones tan mal amañadas que les imponemos! Y eso que somos santos, o casi. Bueno, en esta materia, el diccionario también nos aporta lindezas como ésta: “Santón, el hombre hipócrita o que aparenta santidad”. Yo no lo creo así, en el fondo, en el fondo, este es igualmente un santo el pobre, porque no engaña a nadie, y creerse una cosa que no consolida su realidad, es ser incluso un santo inocente. ¿O no? Y Luego están los santeros, los santitos, y el santurrón, que a pesar de ser “gazmoño, hipócrita y aparentar ser devoto”, seguro que es buena persona y se ha currado la vida sin poder encontrar otra salida
Así que lo cierto es que el hombre normal, el de la calle, el del campo, el que no aparece en los periódicos nada más que para contar sus desgracias, es un santo por hacer lo posible para vivir o sobrevivir en este mundo sin que le caigan bombas encima, le digan que es una negraza, lo quieran violar y aún esclavizar, deba arriesgarse a morir ahogado para seguir malviviendo, o no tenga más remedio que caer en las redes de las artimañas políticas para existir como ciudadano, y gozar así, como de limosna, de algunos derechos básicos y supuestamente inalienables del ser humano, tratando de ahuyentar sus limitaciones de origen, trabajando duramente por superar su estado, y poder alcanzar algún día su ser, es decir, El Ser, hipoteca excluida.
Ya me lo dijo mi madre esa vez. -Tú tío, Santos, sí que lo es. Con lo cual ya me fui confundiendo de referencias, pero eso era en lo que creía mi madre, a Dios gracias, si se puede decir. Qué todos éramos santos, aunque no fuera ese nuestro nombre de pila -bautismal, claro- porque nuestros padres no habían tenido la debida preocupación. Bueno, también hay que distinguir, no vayas a montar el lío padre o madre de referencias nominativas, pues para eso está el Santoral, que es “el libro que contiene las vidas o hechos de santos”, reforzado por la lista de aquellos “cuya festividad se conmemora (o sea que se recuerda), en cada uno de los días del año”.
Y ya está, tus padres no te habrán puesto Santos en la Fe de Nacimiento y el Registro Civil, pero lo resuelven bautizándote con uno del santoral, que además se celebra el mismo día de tu feliz alumbramiento. Pues vale, sigues siendo santo, pero ahora arropado y dedicado. De ahí que a muchos, muchísimos, de los que les han colocado lo de Francisco –Francisco de Asís, entre los ricos, que para eso tienen dinero- se ven atraídos desde su tierna infancia por los animalitos. Y los Pedro o Pablo, se ven abocados a organizar los asuntos y velar por su grey de adheridos. Y así casi todos nosotros, demostrando que el nombre que te colocan manda mucho y te impone. O sea, que te hace más santo aún, si cabe, porque tienes que luchar contra la predestinación, o más bien la pre-nominación, que quiere decir que tus padres, la sociedad, quieren que seas, antes de poder llegar a serlo, o se te pueda ir ocurriendo otra cosa para ser-ser de verdad por tu cuenta y riesgo.
Mi madre estaba convencida de que su hermano Santos lo era, y yo me lo creía a pié juntillas, un niño de fe, sobre todo cuando veía que mi tío, hábil electricista, era además muy aficionado a los juegos de magia, el ilusionismo, la ruleta y los caballos, cosas todas que requieren una gran capacidad de concentración, o quizás de iluminación. Mi tío Santos no sólo perdía habitualmente apostando en las carreras de caballo, bien de Palermo, bien de San Isidro, sino que volvía casi siempre desplumado de sus correrías junto a mi tía Teresa, otra santa, por los salones de los distintos casinos de la patria. Eso quizás, y su empeño por ganarle a diversos sistemas sociales de desplume del santo hombre vulgar en la tierra, le fueron confiriendo una capacidad de concentración y aislamiento de la realidad que comenzó a aplicar en sus labores de productor de cortocircuitos habituales, en el perfeccionamiento de las posiciones de falso equilibrio tratando de organizar el caos inducido de un tendido eléctrico, o en su necesaria y obligada segunda actividad de supervivencia, hacer de portero o vigilante fin de semana en las salas de baile que había conseguido iluminar. Ya se sabe que en estas salas hay que tener voluntad, fuerza, agudeza visual, etc., junto a la necesaria rapidez de cintura para evitar los mandobles llenos de reproche que te puedan lanzar los machos en celo de turno. Todo eso, Dios mediante, claro, le llevó a desarrollar una habilidad y capacidades poco comunes entre los vulgares santos hombres de este mundo, aunque casi normal entre los santos-santos de verdad, los del santoral. La de estar enjuto, tener músculos de acero, y moverse ágil y veloz, y así poder aparecer y desaparecer en un plis-plas, que era lo que yo me creía cuando era un infante santito y aletargado por las circunstancias.
Mi tío Santos, con mayúsculas de nombre propio, gozaba con esas demostraciones hacia mi tierna inocencia, y por supuesto que al gozar y ser feliz por ello elevaba aún más, si era posible, su alma de mortal hacia el infinito éter que nos acompaña, nos intercomunica y alumbra nuestra conciencia. Nunca llegué a saber o comprender bien, y aún hoy lo ignoro, como mi tío, reconvertido en acróbata escapista a la manera del famoso Houdini, otro santo, conseguía desaparecer trepando por el pasillo del patio delantero de mi casa de planta baja del barrio de Villa del Parque, y aparecer al cabo de un rato sentado a la mesa y hora común de nuestro almuerzo en familia. Yo adosaba estas demostraciones heroicamente mistéricas, a las otras propias de su trabajo de mago superviviente de las conexiones eléctricas, cuando entre chispas y calambres lo veía renacer sonriente al cabo de una peligrosa acción, o comprobaba a su lado el milagroso encendido de una modesta lamparilla incandescente que hacía huir las tinieblas de la habitación. ¡La luz, esa metáfora maravillosa de nuestra propia revelación!
Como creía firme y profundamente mi madre acerca de casi todo el mundo, con auténtica fe y voluntad de santa, genética o felizmente, él no era el único ejemplo preclaro de hombre santo vulgar en nuestra familia, había varios, aunque no tan graciosos, espectaculares e inocentes, todos ellos quizás, ayudados en su exaltación por esa amalgama histórica entre inmigrantes de diversa creencia y procedencia e indígenas reconvertidos, a la búsqueda todos de la salvación, sustrato social habitual en las patrias de promesa bíblica. Una tía médium, un no muy lejano pariente parasicólogo, una abuela con Santos Evangelios a mano, y otros más rezadores de santitos, santones, curanderos, y chamanes, o de vendedores del semanal y milagroso “numerito” que los iba a rescatar de la clase media obligatoria, y hasta a veces “descamisada”. ¿Como no vivir entonces enquistados en la fe y la esperanza más inocente, dispuestos a salvarnos, o que nos salven, y trascender hasta elevarnos hacia el infinito cielo, y poder ser entonces inmortales y magnánimos?. Es decir, unos santos que, como explica la etimología, necesitan y están dispuestos, estamos, a estar y padecer con el San-a-lo-todo, que no es, ni más ni menos que: “El Medio que se intenta aplicar generalmente a todo lo que ocurre, o con que se juzga que se puede componer cualquier especie de daño” Y ¡ojo!, lo dice el diccionario.
Total, que mi tío Santos, a mis inocentes y turbados ojos infantiles, ha venido a integrar por derecho explícitado el gigantesco panteón popular que alientan las arraigadas esperanzas de los argentinos sobre la salvación en el más acá, Panteón metafísico re-presentado sobre el desierto territorio patrio para demostrar que la democracia, casi igualitaria, al menos se da en este apartado del San-a-lo-todo, culito de rana, si no nos salvas hoy, sálvanos mañana. De hecho, los héroes santitos de tal necesitada advocación, no sólo proceden básicamente de las clases populares, sino que incluyen a esforzados malabaristas de la vida, artistas, jugadores de infortuna, truquistas variados, magos del deporte popular, cantantes, vedetes, curanderos, videntes, y una pléyade similar de hombres y mujeres ansiosos de justicia social y libertad. Todos ellos han encontrado a sus devocionarios por los caminos del pais o en lugares simbólicos repletos de nostalgia. Así que yo propongo agregar a esa larga lista de santos abominados o usufructuados indistintamente por la Iglesia oficial, la vida y milagros de mi tío Santos, que no por nada tenía como segundo nombre el de Constantino; Costa para los amigos.

Norberto Spagnuolo di Nunzio
Enero de 2007


POS RELATO:

Se me vienen a la mente las historias argentinas de Santos profanos, o sea, de santos truchos de los que la santa Iglesia no quiere ni hablar, pero que cuando puede, saca tajada participando -o lo que es peor "adnministrando"- en los santuarios ad hoc : La difunta Correa, Santuario en San Juan, cerca de Jachal. Y en todos los caminos de Argentina, pequeños santuarios a la vera de la ruta, con una hornacina, retrato, y botellas con agua. El gauchito Gil, Santuario en Corrientes, lugar donde fue muerto por la policía. Era un especie de Robin Hood del subdesarrollo, un ladronzuelo que le quitaba a los ricos para repartir entre los pobres; por todas partes se ven sus santuarios, también a la vera de los caminos, con una cruz de madera cubierta de pañuelos rojos. San la Muerte, lo representan con un esqueletito o calavera, tallada en hueso y con vestido o lazos negros. Muy popular en Corrientes es Santa Gilda, una famosa cantante de cumbia que murió en un accidente automovilístico durante una gira. El imaginario popular le atribuye sanaciones milagrosas.



(De la corresponsal en Argentina, Eva Mabel Spagnuolo)

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