domingo, 2 de septiembre de 2007

¡REBAJICAS!

(Cuento al 60%)

Que la vida es un sueño no se me ha ocurrido a mí, pero lo constato a diario. Justamente es soñando o ensoñando cuando yo capturo o pierdo para siempre las mejores sensaciones e ideas, las imágenes ciertas de una realidad que sólo se puede vivir del otro lado de la consciencia, y que es, sin embargo, más verdadera que la cotidiana que se vive de cuerpo presente. Soy freudiano, y casi lacaniano hasta las médulas, y creo que en la revelación de los sueños está nuestra auténtica y latente circunstancia vital, pero debo admitir que la llamada realidad cotidiana y consciente también se vive a veces como un sueño, tan irreal y profundamente reveladora como se muestra, tanto como te impacta haciendote comprender cosas hasta entonces inexplicables, o sobre las que nunca habías reparado antes por abstrusas. Esta es una historia que nunca podré saber si fue soñada o vivida por sus protagonistas, pero les juro que sucedió de verdad, o al menos así me la contaron.
Iban los cuatro paseando, como se pasea relajado, disfrutando de todo y sintiendose lejano y descomprometido en una ciudad que no es la tuya, sobre todo si se trata de una ciudad más pequeña que la tuya, una ciudad capital de provincias, una ciudad sin alboroto ni ajetreo, ni comercios complicados y monstruosos, comercios donde se puede libar felizmente de los escaparates el modesto néctar que alivie el deseo insatisfecho del consumo que alimenta tu ego.
Mercedes y su marido, Antonio, Beatriz y el suyo, Roberto, caminan felices por las peatonalizadas calles, las mujeres juntas, varios pasos por detrás de Antonio y Roberto, o algunos pasos por delante, que en esto no hay discriminación. Cada par sexualmente análogo hablando distraídamente de sus cosas, sus pequeños o grandes intereses vitales, contentos de ser desconocidos en la pequeña ciudad capital de provincias, satisfechos por sentirse más ilustrados, quizá más cultos, tal vez más viajados que los habitantes natos, seguros de poder comprender, sin complicaciones, la vida que sucede en derredor. La pequeña ciudad dispone de una amplia zona central para peatones, el viejo centro, la zona de comercios y servicios, administración, cultura, bancos, bares y restaurantes. Todo es agradable, sencillo y breve, incluso la temperatura que resulta templada y amable para el invierno de esta urbe casi mediterránea, que invita a despojarse de abrigos y chaquetones.
De eso mismo se queja ahora Mercedes a Beatriz, de que Antonio no tenga “un buen chaqueton”, que siempre deba usar el mismo, llueva o no llueva, y que para variar termine por endosarse sólo el vistoso forro reversible de ese único que tiene, y eso si la temperatura se lo permite, claro. Se lo dice a Beatriz, que ayer mismo ha abierto la caja de las ilusiones personales y colectivas comprandose un par de zapatos muy rebajados, a un precio que sería impensable en la gran ciudad, a un precio que ha arrastrado a la propia Mercedes, siempre más dudosa, más selectiva, a hacer lo mismo Pero ignoro si Mercedes se ha quedado tan contenta como Beatriz, con sus zapatos nuevos de marca italiana, delicados y suaves, cómodos.
Hay por eso una cierta ilusión de compras, de tener algo nuevo, en el ambiente que todos comparten. Ellas, siempre más dispuestas e inquietas, ellos más remisos, más retraídos, quizá racional, cultural, o forzadamente menos consumistas. Sin embargo, ambos maridos no dejan de estar atentos a algunos escaparates, aunque se quejen de que sus mujeres se detienen frente a casi todos. Mercedes no cesa de recordarle a Antonio que debe comprarse ese bendito chaquetón. Un abrigo corto que te permita cambiar, le insiste, para que aproveche las rebajas y el tiempo de que disponen ahora, paseando alegre y relajadamente por esa ciudad tan agradable.
Está anocheciendo, y una ligera humedad procedente del cercano río cae junto con la noche sobre las calles, mojando el empedrado sólo para peatones y aterrizando sobre la ropa de los viandantes en forma de pequeñas gotas. Los comercios están cerrando y hoy es sábado, ya no da tiempo a casi nada. Por eso Antonio y Roberto se afanan por ver si tambien ellos encuentran algo en los escaparates donde aún no se han apagado las luces. La alegría de sus mujeres después de haber comprado ese calzado, tan bueno y barato, les ha dado el empuje que necesitaban ¡Ah, y sobre todo las incansables recomendaciones de Mercedes para que Antonio se compre el dichoso chaquetón! Liderados por Roberto, corren todos hacia una tienda que ofrece camisas, pantalones, chaquetas y abrigos en los deslumbrantes escaparates. No está mal lo que ven pero ya no queda tiempo, están echando el cierre. Mercedes compromete a su marido a volver el lunes por la mañana; antes de partir para Madrid tienen tiempo, arguye. Esas camisas no están mal y tienen buen precio, además la casa es conocida, “de marca”, insiste Roberto, que parece tener mayor experiencia o curiosidad en esto de las modas, telas y calidades. ¿Y esa chaqueta?. No sé..., no sé. Se desilusionan todos un poco por que les han cerrado la puerta en las narices. El lunes, sí, el lunes volvemos. El muchacho que está echando los cierres les sonríe con cierta ironía por detrás del escaparate, contento por haberse adelantado a la hora exacta. Diálogo de voluntades y miradas contrapuestas a través de los cristales.
Siguen caminando, ya sin esperanzas de encontrar nada abierto; ahora sí que ya es tarde. Ahora piensan que deben ir a cenar, o a picar algo. ¡Hay tantos sitios estupendos...! Al doblar la esquina sobre la gran plaza, Roberto da un grito de alerta: ¡Chaquetón a la vista por nueve mil novecientas!. ¡Imposible!, se alborozan y sorprenden los amigos. ¡Y camisas de algodón. Dos por cinco mil! ¡Pero bueno..., el lunes aquí!. Todos se muestran de acuerdo repasando una por una las ofertas del escaparate. Es un comercio no muy moderno, seguro que todavía no lo han actualizado del todo, pero al menos han comenzado a transformarse por el nombre y su imagen. Una mediana tienda de ropa tradicional, en una buena esquina de la zona comercial peatonal de la ciudad capital de provincias, se suma a esta locura de nombres y rebajas de moda. “HOMBRES & MUJERES / Clothing”, reza en profusión sobre las cristaleras, insertado en un gran óvalo de papel color miel y con letras del viejo oeste americano, el moderno rótulo de la vieja tienda, En los enormes escaparates que corren por toda la fachada y se adentran hacia la puerta que se abre hacia el interior del zaguán, justo en el chaflan frente a la gran plaza, se alinean en pilas, colgadas de maniquies o pinchadas sobre la pared, con la intención de que parezcan casi habitadas por personas inexistentes, las camisas, pantalones, suéteres, chaquetas, vestidos.... Y sobre todo, ese bendito chaqueton de paño gris oscuro y textura de finos surcos a un precio increíble. ¿Será de lana?. No, seguro que es mezcla; está muy barato. ¡Tienes que comprártelo!, le dice una vez más, ahora con énfasis triunfante, Mercedes a Antonio. Roberto se convence de que tambien debe y puede comprarse algo, alguna de esas camisas que se abultan en un montoncito de varios colores, y que es lo que más le llama la atención. ¡Mira que tela!. Parece buena. ¿No crees?. Es lo que le dice ahora Roberto a su mujer, Beatriz, dispuesto a quedarse con las dos que ofrecen por cinco mil en total; sí, esas de color gris ocre, y de paso ver si hay alguna otra cosa que le pueda interesar. ¡Ah, qué trabajo dan estas rebajas!, parece que se quejan todos. En la puerta de entrada a la tienda que se hunde en el zaguán de la esquina, rodeada por marco de madera repintada de oscuro barniz antiguo, un breve cartel blanco pegado detrás de los cristales anuncia los tiempos posibles de la compra:

“MAÑANAS: DE 10,00 a 14,00 Hs. / TARDES: de 17,00 a 20,30 Hs.”

¡Volveremos!
No había otra solución que esperar hasta el lunes, pero no fue fácil. El domingo lo pasaron bien, disfrutando de un hermoso día soleado y de un temprano recorrido turístico por la ciudad, pero sin dejar de pensar y organizar las compras de rebajas del día siguiente. El recorrido, gratuito y a pié, se anunciaba en un folleto que encontraron en las habitaciones del hotel:

¡GRATIS!

Visite el Casco Histórico acompañado por expertas guias del Ayuntamiento.
Sólo Domingos, de 10,00 a 13,30 hs.
Salidas: Ayuntamiento, puerta principal.

La hora 10,00 volvía a marcar el ritmo turístico de nuestros amigos. Tuvieron que levantarse más temprano de lo deseado para realizar un recorrido que no iba mucho más allá de lo que ya conocían Beatriz y Roberto. La guía, una simpática muchacha morena local convenientemente maquillada, había sido bien aleccionada para no robarle clientes gratuito al tour operator de pago que cedía sus servicios al municipio. No se podía decir menos y con tan poco interés en menos tiempo, o digamos que de interés exclusivamente anecdótico, pero sí se podía conversar de otras cosas, y la chica aquella, pequeña, muy amable y simpática, se reía de casi todo. El conocimiento de la ciudad y sus monumentos acabó diluído como un reportaje de páginas centrales en una revista de fin de semana. Por la tarde fueron a visitar a unos amigos de Beatriz y Roberto que residían fuera de la ciudad, luego volvieron al hotel, cenaron relativamente pronto y se acostaron más pronto aún, dispuestos a estar frente a la entrada de HOMBRES & MUJERES / Clothing, diez minutos antes de la hora de apertura, no fueran a toparse con un avasallador río de aventajados rebajeros locales, gente siempre decidida a acabar con todas las existencias de chaquetones y camisas sólo por fastidiar, llenar el armario, y aplacar la gula rebajera..
Desayunaron de camino, en un bar que se abría sobre la hermosa y soleada plaza de la catedral, apenas una bebida caliente y un bollo, dejando de lado el grato y relajado Desayuno Continental del hotel, caro, pero suficiente incluso como para ahorrarse el almuerzo del mediodía. Cosas de turistas. Aún queda tiempo todavía, así que van acercandose hacia la tienda de las rebajas prometidas dando un pequeño paseo, mirando escaparates, ofertas y rebajas como para confirmar que habían elegido las mejores de todas. A las 9,55 en punto estan frente a la puerta de la esquina de la ya famosa “HOMBRES &.... Los cierres levantados, las dependientas avisorandose por partes y deformadas a través de escaparates y cristales, como en una pintura cubista, afanándose al parecer en la preparación de los artículos, y en la limpieza y arreglo del local. Se cumplen ya las diez de la mañana, luego las diez y cinco, las diez y diez...Ninguna de las tres o cuatro empleadas que se encuentran en el interior hace el más mínimo gesto que pueda dar a entender que se disponen a abrir la puerta. Una mujer de mediana edad comparte ahora con nuestros amigos la espera. Ha llegado un poco más tarde que ellos, y se pasea nerviosa por delante de la tienda, observando y tomando nota de todas las ofertas que se exponen. En cada una de esas inspecciones se demora frente al chaquetón colgado que Antonio se ha reservado voluntaria e imaginariamente para sí. Eso comienza a intrigar, y a preocupar, a los cuatro amigos. ¿Sería el último que quedaba?. ¿Estaría reservado para esa señora?.¿Sería ella capaz de entrar antes, a empujones, despreciando el turno y la debida cortesía para con los visitantes? Los hechos que se incardinaron poco después vinieron a aumentar esa preocupación.
Las empleadas de la tienda acaban de iniciar un movimiento extraño, como si se retiraran hacia el interior del local o no desearan ser observadas, ni exponerse a ser requeridas por los cada vez más impacientes clientes. Poco después de las diez y doce minutos, rompiendo la tensión que se está creando entre los de adentro y los de fuera, una de las muchachas se acerca decidida hacia la puerta, todos los que aguardan fuera suponen entonces que por fin será abierta. Pero no es así. La muchacha lleva un papel blanco en la mano, casi oculto, y lo despliega frente al cristal interior de la puerta, luego lo fija con cinta adhesiva. Escrito a mano, con grandes e irregulares letras de color azul, se anuncia sin ninguna otra explicación:

Hora de apertura
10,30

Roberto y Mercedes, junto a las otras personas que comparten espera, intentan conseguir más explicaciones. La dependienta que ha colocado en aviso se retira corriendo hacia el fondo de la tienda, como asustada ocultándose, lanzando antes un extraño gesto con la mano que nadie sabe o puede interpretar. Roberto, enfadado, nerviosos, golpea el cristal tratando de llamar la atención. La que parece ser la jefa se acerca, abre ligeramente la puerta, y suelta nerviosa a manera de explicación, lanzando la voz por la estrecha rendija: -Estamos haciendo el inventario,; no podemos abrir hasta las diez y media. Gran sorpresa de todos que no aciertan a explicarse la situación. ¿Si están haciendo el inventario cómo es que anuncian rebajas y hora de apertura?. ¿No será que no ha llegado todavía el dueño?, y otras conjeturas por el estilo.
Durante un tiempo interminable, toda la escena parece detenida en el tiempo, los ansiosos clientes frente a los escaparates, recorriendo de un lado para otro el perímetro esquinado de la tienda. Dentro, las casi inmóviles y ocultas empleadas han adoptado la actitud de No Pasa Nada-No Pasa Nada, que justamente se adopta cuando pueden pasar infinidad de cosas y no se tiene ninguna capacidad para evitarlas. Entre medias, los escaparates y con sus maravillosas rebajas en tierra de nadie, exhibiéndose como ejemplares de un mundo desconocido. ¿Se harán con ellas los compradores? ¿Conseguirán defenderlas hasta la extenuación las empleadas?.
Beatriz dice, con cierta voluntad de desentenderse, que mientras tanto las chicas se deciden o no a abrir la tienda prefiere tomar algo caliente, que hace frío, que la mañana todavía se mantiene fresca. Roberto decide acompañarla, mientras Mercedes con Antonio se resuelven a montar la guardia frente a la tienda, no fuera a suceder que la señora inquieta y otros posibles compradores que han ido apareciendo se les adelanten. Beatriz y Roberto comentan los sucesos acodados en la barra de la cafetería situada justo al otro lado de la tienda. Roberto observa que frente a ésta se organiza un breve revuelo y que la gente por fin puede entrar, cuando pasan pocos minutos de las diez y media. Y ve también que al cabo de unos breves momentos sus amigos salen de la tienda, y entran en la cafetería, expresandose con gestos de enfado y asombro. Las empleadas les acaban de decir que no se puede vender nada, y menos el chaquetón por que está reservado.
Los cuatro amigos deliberan. ¿Qué hacer?. Mercedes pide a Roberto que haga algo, que ella quiere protestar como sea, hacer una denuncia. Roberto asume a regañadientes el papel de abogado defensor, o de cliente airado. Sale, se dirige a la tienda seguido de cerca por los otros que han decidido volver a la carga, pero todo es inútil.
No hay quién pueda comprar nada, las dependientas se niegan en redondo, no están ahí para eso. ¿El chaquetón?. ¡Ese menos que nada!.

Roberto alcanza a tantear con sus dedos la calidad de las camisas que quería comprar. Ahora ya no siente deseos de hacerlo, prefiere ser solidario con sus amigos, si ellos no pueden él tampoco. Todos se revuelven crispados ante el absurdo al que se enfrentan, miran a las dependientas, estas les devuelven una mirada desafiante, como diciendo: ¡Vamos hombre, aquí no compra nadie!. Los demás clientes dan vueltas por la tienda, desesperados, como fieras enjauladas y hambrientas, sin nada que poder comprar a pesar de las apetitosas rebajas. Las chicas que deberían estar atendiéndolos miran con los brazos cruzados, vigilan, y ante los requerimientos y quejas de los potenciales compradores insisten con machaconería cada vez que alguno señala una prenda: ¡Eso no; aquello tampoco!.
Nuestros amigos se marchan, cabizbajos, desilusionados. Recorridos unos doscientos metros se detienen, se vuelven, y contemplan por última vez la tienda de ropa de la esquina, el cartel con letras del viejo oeste “HOMBRES & MUJERES, Clothing”. Gentr que entra entusiasmada y otra que sale gesticulando, como malhumorados. Sobre la puerta de entrada acaba de aparecer un nuevo cartel escrito apresuradamente, a mano, en grandes letras rojas:

¡REBAJICAS!
(Si puedes las compras, y si no... te picas.)

SANTO-SANTO


¿Santo? Santo puede ser cualquiera de nosotros, incluso sin hacer esfuerzos especiales para lograrlo; tampoco hay que ponerse trascendentes. Santo fue un tío mío, quizás porque le pusieron tal apelativo como nominativo, y vaya a saber por qué se sintió obligado. Dice el diccionario, al que siempre hay que volver para re-entender estas cosas: “El Nuevo Testamento designa como santos a todos los bautizados, pero en la tradición posterior, el apelativo quedó circunscrito a los cristianos de vida ejemplar”. Bien sí, pero ¿y si se trata de un Santón de la tradición oriental? Pues al respecto dice el diccionario: “El que profesa vida austera y penitente fuera de la religión cristiana. Especialmente del mahometano que hace esa vida”. ¿Y que pasa con las otras religiones? ¿Y con los ateos? Como que no hay santos hombres a los que la religión les trae al pairo, pero practican vidas ejemplares haciéndolo por fe simplemente cívica. Conozco a un venerado hombre de una rural comarca navarra, capaz de descubrir tu alma en un periquete, que aprendió a serlo contemplando en soledad la naturaleza mientras pastoreaba los rebaños de otros, integraba el conocimiento de sus mayores, y leía “EL CASO”. Los caminos de la fe y la revelación son infinitos
Bien, entonces por agregación y fe en la imitación bienhechora hasta de nuestros vecinos, que los hay buenos, o de nuestros santos padres biológicos o de registro causal, todos, o casi todos, somos santos. Santas mujeres, santos varones, santos niñas o niños, que lo son de verdad al principio porque llegan ignorantes y más bien angelicales, que es mucho más que ser santo. ¡Ay, pero que después se nos estropean, o los estropeamos, con esas educaciones tan mal amañadas que les imponemos! Y eso que somos santos, o casi. Bueno, en esta materia, el diccionario también nos aporta lindezas como ésta: “Santón, el hombre hipócrita o que aparenta santidad”. Yo no lo creo así, en el fondo, en el fondo, este es igualmente un santo el pobre, porque no engaña a nadie, y creerse una cosa que no consolida su realidad, es ser incluso un santo inocente. ¿O no? Y Luego están los santeros, los santitos, y el santurrón, que a pesar de ser “gazmoño, hipócrita y aparentar ser devoto”, seguro que es buena persona y se ha currado la vida sin poder encontrar otra salida
Así que lo cierto es que el hombre normal, el de la calle, el del campo, el que no aparece en los periódicos nada más que para contar sus desgracias, es un santo por hacer lo posible para vivir o sobrevivir en este mundo sin que le caigan bombas encima, le digan que es una negraza, lo quieran violar y aún esclavizar, deba arriesgarse a morir ahogado para seguir malviviendo, o no tenga más remedio que caer en las redes de las artimañas políticas para existir como ciudadano, y gozar así, como de limosna, de algunos derechos básicos y supuestamente inalienables del ser humano, tratando de ahuyentar sus limitaciones de origen, trabajando duramente por superar su estado, y poder alcanzar algún día su ser, es decir, El Ser, hipoteca excluida.
Ya me lo dijo mi madre esa vez. -Tú tío, Santos, sí que lo es. Con lo cual ya me fui confundiendo de referencias, pero eso era en lo que creía mi madre, a Dios gracias, si se puede decir. Qué todos éramos santos, aunque no fuera ese nuestro nombre de pila -bautismal, claro- porque nuestros padres no habían tenido la debida preocupación. Bueno, también hay que distinguir, no vayas a montar el lío padre o madre de referencias nominativas, pues para eso está el Santoral, que es “el libro que contiene las vidas o hechos de santos”, reforzado por la lista de aquellos “cuya festividad se conmemora (o sea que se recuerda), en cada uno de los días del año”.
Y ya está, tus padres no te habrán puesto Santos en la Fe de Nacimiento y el Registro Civil, pero lo resuelven bautizándote con uno del santoral, que además se celebra el mismo día de tu feliz alumbramiento. Pues vale, sigues siendo santo, pero ahora arropado y dedicado. De ahí que a muchos, muchísimos, de los que les han colocado lo de Francisco –Francisco de Asís, entre los ricos, que para eso tienen dinero- se ven atraídos desde su tierna infancia por los animalitos. Y los Pedro o Pablo, se ven abocados a organizar los asuntos y velar por su grey de adheridos. Y así casi todos nosotros, demostrando que el nombre que te colocan manda mucho y te impone. O sea, que te hace más santo aún, si cabe, porque tienes que luchar contra la predestinación, o más bien la pre-nominación, que quiere decir que tus padres, la sociedad, quieren que seas, antes de poder llegar a serlo, o se te pueda ir ocurriendo otra cosa para ser-ser de verdad por tu cuenta y riesgo.
Mi madre estaba convencida de que su hermano Santos lo era, y yo me lo creía a pié juntillas, un niño de fe, sobre todo cuando veía que mi tío, hábil electricista, era además muy aficionado a los juegos de magia, el ilusionismo, la ruleta y los caballos, cosas todas que requieren una gran capacidad de concentración, o quizás de iluminación. Mi tío Santos no sólo perdía habitualmente apostando en las carreras de caballo, bien de Palermo, bien de San Isidro, sino que volvía casi siempre desplumado de sus correrías junto a mi tía Teresa, otra santa, por los salones de los distintos casinos de la patria. Eso quizás, y su empeño por ganarle a diversos sistemas sociales de desplume del santo hombre vulgar en la tierra, le fueron confiriendo una capacidad de concentración y aislamiento de la realidad que comenzó a aplicar en sus labores de productor de cortocircuitos habituales, en el perfeccionamiento de las posiciones de falso equilibrio tratando de organizar el caos inducido de un tendido eléctrico, o en su necesaria y obligada segunda actividad de supervivencia, hacer de portero o vigilante fin de semana en las salas de baile que había conseguido iluminar. Ya se sabe que en estas salas hay que tener voluntad, fuerza, agudeza visual, etc., junto a la necesaria rapidez de cintura para evitar los mandobles llenos de reproche que te puedan lanzar los machos en celo de turno. Todo eso, Dios mediante, claro, le llevó a desarrollar una habilidad y capacidades poco comunes entre los vulgares santos hombres de este mundo, aunque casi normal entre los santos-santos de verdad, los del santoral. La de estar enjuto, tener músculos de acero, y moverse ágil y veloz, y así poder aparecer y desaparecer en un plis-plas, que era lo que yo me creía cuando era un infante santito y aletargado por las circunstancias.
Mi tío Santos, con mayúsculas de nombre propio, gozaba con esas demostraciones hacia mi tierna inocencia, y por supuesto que al gozar y ser feliz por ello elevaba aún más, si era posible, su alma de mortal hacia el infinito éter que nos acompaña, nos intercomunica y alumbra nuestra conciencia. Nunca llegué a saber o comprender bien, y aún hoy lo ignoro, como mi tío, reconvertido en acróbata escapista a la manera del famoso Houdini, otro santo, conseguía desaparecer trepando por el pasillo del patio delantero de mi casa de planta baja del barrio de Villa del Parque, y aparecer al cabo de un rato sentado a la mesa y hora común de nuestro almuerzo en familia. Yo adosaba estas demostraciones heroicamente mistéricas, a las otras propias de su trabajo de mago superviviente de las conexiones eléctricas, cuando entre chispas y calambres lo veía renacer sonriente al cabo de una peligrosa acción, o comprobaba a su lado el milagroso encendido de una modesta lamparilla incandescente que hacía huir las tinieblas de la habitación. ¡La luz, esa metáfora maravillosa de nuestra propia revelación!
Como creía firme y profundamente mi madre acerca de casi todo el mundo, con auténtica fe y voluntad de santa, genética o felizmente, él no era el único ejemplo preclaro de hombre santo vulgar en nuestra familia, había varios, aunque no tan graciosos, espectaculares e inocentes, todos ellos quizás, ayudados en su exaltación por esa amalgama histórica entre inmigrantes de diversa creencia y procedencia e indígenas reconvertidos, a la búsqueda todos de la salvación, sustrato social habitual en las patrias de promesa bíblica. Una tía médium, un no muy lejano pariente parasicólogo, una abuela con Santos Evangelios a mano, y otros más rezadores de santitos, santones, curanderos, y chamanes, o de vendedores del semanal y milagroso “numerito” que los iba a rescatar de la clase media obligatoria, y hasta a veces “descamisada”. ¿Como no vivir entonces enquistados en la fe y la esperanza más inocente, dispuestos a salvarnos, o que nos salven, y trascender hasta elevarnos hacia el infinito cielo, y poder ser entonces inmortales y magnánimos?. Es decir, unos santos que, como explica la etimología, necesitan y están dispuestos, estamos, a estar y padecer con el San-a-lo-todo, que no es, ni más ni menos que: “El Medio que se intenta aplicar generalmente a todo lo que ocurre, o con que se juzga que se puede componer cualquier especie de daño” Y ¡ojo!, lo dice el diccionario.
Total, que mi tío Santos, a mis inocentes y turbados ojos infantiles, ha venido a integrar por derecho explícitado el gigantesco panteón popular que alientan las arraigadas esperanzas de los argentinos sobre la salvación en el más acá, Panteón metafísico re-presentado sobre el desierto territorio patrio para demostrar que la democracia, casi igualitaria, al menos se da en este apartado del San-a-lo-todo, culito de rana, si no nos salvas hoy, sálvanos mañana. De hecho, los héroes santitos de tal necesitada advocación, no sólo proceden básicamente de las clases populares, sino que incluyen a esforzados malabaristas de la vida, artistas, jugadores de infortuna, truquistas variados, magos del deporte popular, cantantes, vedetes, curanderos, videntes, y una pléyade similar de hombres y mujeres ansiosos de justicia social y libertad. Todos ellos han encontrado a sus devocionarios por los caminos del pais o en lugares simbólicos repletos de nostalgia. Así que yo propongo agregar a esa larga lista de santos abominados o usufructuados indistintamente por la Iglesia oficial, la vida y milagros de mi tío Santos, que no por nada tenía como segundo nombre el de Constantino; Costa para los amigos.

Norberto Spagnuolo di Nunzio
Enero de 2007


POS RELATO:

Se me vienen a la mente las historias argentinas de Santos profanos, o sea, de santos truchos de los que la santa Iglesia no quiere ni hablar, pero que cuando puede, saca tajada participando -o lo que es peor "adnministrando"- en los santuarios ad hoc : La difunta Correa, Santuario en San Juan, cerca de Jachal. Y en todos los caminos de Argentina, pequeños santuarios a la vera de la ruta, con una hornacina, retrato, y botellas con agua. El gauchito Gil, Santuario en Corrientes, lugar donde fue muerto por la policía. Era un especie de Robin Hood del subdesarrollo, un ladronzuelo que le quitaba a los ricos para repartir entre los pobres; por todas partes se ven sus santuarios, también a la vera de los caminos, con una cruz de madera cubierta de pañuelos rojos. San la Muerte, lo representan con un esqueletito o calavera, tallada en hueso y con vestido o lazos negros. Muy popular en Corrientes es Santa Gilda, una famosa cantante de cumbia que murió en un accidente automovilístico durante una gira. El imaginario popular le atribuye sanaciones milagrosas.



(De la corresponsal en Argentina, Eva Mabel Spagnuolo)