lunes, 21 de junio de 2010

MICRORELATOS

 
IMITADORA.


La mujer del retrato sonreía. Alguna vez debió acercarse al Louvre y quedar seducida por la Gioconda. Parecía imitar el gesto, su mirada lateral, la insinuante mueca labial inacabada, las manos cruzadas bajo el pecho, como suelen colocarse las señoras cuando se ponen a charlar en el mercado, la bolsa de la compra colgando de un brazo, distraída con alguien que a su lado acaba de brindarle un requiebro.
¡Es mi esposa!, soltó el hombre con alegría comprobando que yo había deducido la semejanza. Me casé con ella por esa foto. Mientras disparaba le estoy diciendo: Eres más hermosa que la Monalisa.

DUDAS

No dije que lo sabía.
Me preguntaba cuánto tiempo podría retenerlo. Ella continuó con sus alborotadas explicaciones. ¿Pero qué quieres decir? Estuvimos con mi hermana y una amiga de compras, en la Gran Vía. Están de celebración y hay rebajas.
Me dolía pero no podía evitar el interrogatorio, perseguirla hasta que confesara. ¿A qué hora?
Pues…, toda la tarde; he venido directamente. ¿Por qué me miras así?
¿No has hecho nada más? La pregunta me hirió más que a ella. Estaba a punto de ponerlo todo patas arriba. Durante un largísimo momento la observé. Luego mis ojos se humedecieron. No tuve valor…; ni ganas.

HORAS DE OFICINA

No dije que lo sabía. No hizo falta.
Mi mujer se encargó de desvelarlo. Se volvió hacia mí, me miró entre sorprendida e indignada. ¡Pero si estabas allí, cómo te callas ahora! Luego se dirigió al grupo. ¡Claro que lo sabe!
Sí, lo sabía, pero malditas las ganas que tenía de airearlo. Raúl era mi amigo, mucho más que los que estaban allí, ávidos de afirmarse en la veracidad del cotilleo que circulaba desde el sábado.
¡En ese momento conversaba con el gerente!, me evadí. Y era cierto, pero alcancé a ver a Raúl con la secretaria, entrando en el aseo privado.

HECHO UN CUADRO

La cena se enfriaba en la mesa. El tercer aviso llegó mientras seguía sin reconocer al hombre del espejo. Clarea el vapor iluminando un rostro que pasea el enjuague de un lado al otro. Los ojos escrutan el correr de los años, pero detectan un hilo de sangre en la mejilla izquierda. La cara deviene una composición abstracta. La original boca elipsoide, redondos ojos, vertical nariz, cejas lineales pero versátiles, la suma de restos del aseo. Blanca espuma bajo el párpado, dentífrico rayado en el rictus de la boca, y ahora ese papelito con mancha de rojo cambiante en el costado.
¡No me distraigas!, grité.

RECETAS

¡La carne rebozada fría no vale nada, señora! El carnicero de toda la vida me miró como si fuera una marciana. Peor aún, una terrorista culinaria. Se había quedado con el paquete de los filetes a medio cerrar, serio, mirándome a los ojos con reproche de ofendido, como si le estuviera preguntando acerca de pegarle a Manolito un coscorrón, sí o no.
Lo escuché el otro día por la radio, es una receta tártara, me defendí.
¡Eran mejores las de Tartarín de Tarascón! Me endilgó cerrando el paquete y poniéndolo frente a mis ojos, con ese gesto de castigador argentino suyo tan típico.

Hace ya tiempo que aquí nadie cree en los milagros…

EL OCULISTA QUE VEÍA DEMASIADO

Pedro, el oculista, ha salido corriendo. Abandonó la partida sin saludar ni argumentar la razón. No entendimos su huída, con un gesto que alguno calificó de terror. Últimamente todo en él era extraño. Operado de cataratas hacía poco por un colega amigo, explicaba que podía ver mucho mejor, incluso cosas que nunca creyó posible percibir alguna vez en la vida. Se volvió extraño, rehusaba la conversación, se encerró en sí mismo, y parecía esconder algún secreto.
Comentando, retomamos la partida. Juan comenzó a dar las cartas. De pronto hizo un gesto de dolor y cayo de bruces, sobre la mesa. Estaba muerto.

Norberto Spagnuolo di Nunzio / 2010

(Estos Microrelatos han sido remitidos al concurso semanal de la Cadena Ser/ Programa Hoy por Hoy)