miércoles, 23 de marzo de 2011

TORRENTE 4.Crisis letal de la anticultura

Para intentar comprender a que se debía el aparente éxito popular de la última entrega de la saga Torrente, alabada por su capacidad de generar rápidamente éxito de público y éxito de taquilla, ocupando en una semana el primer puesto en la lista de ingresos, nos decidimos con unos amigos, venciendo nuestras escrúpulos culturales, a visionar su pase en un cine de barrio, justamente el día martes en el que en muchos locales de Madrid ofrecen la entrada a 1 e. Casualmente la sala a la que acudimos no era de esas, así que nos cobraron los 7,50 e habituales. Quizás sería esa la causa de por que la bastante amplia sala no registraba la presencia de la supuesta abundante parroquia de fans del personaje, y sólo unos menguados 10 espectadores de edades bastante altas.
La crítica (¿?) había alabado esta entrega como la mejor después de la primera, y su distribución en un poco frecuente y alto número de salas parecía contribuír a ese inexplicable éxito. Inexplicable para nosotros, porque no hemos sido capaces de encontrar en ese engendro de zafiedad, orterada, lugares comunes y utilización de los éxitos mediáticos y populistas de la pequeña pantalla, tirando de sus personajes, formas de comunicación, vocabulario y tics gestuales de algunos programas llamados de entretenimiento con matiz rosa. Y también de otros personajes mediáticos populares que defienden programas de humor desde una perspectiva crítica, forma ésta que uno creía al principio fuera a ser el matiz ejemplarizante de la saga.
El guión, si es que existe alguno, está relleno de escenas y anécdotas a los que nos tienen acostumbrados las malas películas americanas de violencia simplona, y los propios programas de consumo televisivo. Y todo ello adornado con un contínuo repertorio de gags escatológicos, obscenos, sin gracia ni emoción valedera, pura moralla adocenada del mal gusto.
Si en la primera entrega de la saga Torrente se pudo haber concedido a su autor creador y factotum Segura el interés por haber creado un personaje socialmente posible y revelador de contradicciones, en ésta última los extremos a los que el autor ha llevado a su personaje haciéndolo deambular por una serie de escenarios e historias harto manidas procedente de las series y películas más tópicas, incluso en uno de sus finales al estilo Slumdog Millionaire, baile y canciones incluídas, o recuperando argumentos de otras conocidas películas de cierto éxito (Evasión o Victoria), las aventuras nuevas de este Torrente cada vez más casposo nos han producido más hastío y hartazgo que el mínimo asomo de entretenimiento, diversión o gozo.
Uno saca en conclusión que la crisis que afecta a España no es de ahora mismo, y al menos en lo que respecta a creación cultural se abona a lo más cutre del cutre cine español de los años 60 y 70, destape vergonzante incluído, que barre y tira por el suelo todas las conquistas que las mujeres han ido consiguiendo. La película en eso no puede ser más machista y degradante, volviendo a convertir al sector femenino en simple y puro objeto de deseo de los hombres más toscos y salvajes.
Ninguno de los amigos que concurrimos a ver esta película salío del cine con agrado o diversión, y sí con un mal regusto estomacal por la existencia de entregas como ésta que además conciertan el interés de un vasto público y consiguen batir todos los records de taquilla.
O quizás sea todo lo contrario, y el bueno de Segura nos esté dando en realidad todo un recital de crítica social a través de sus pastiches cinematográficos.

domingo, 20 de marzo de 2011

NOMBRES DE VERANO. (Cuento a Lucy-nado dedicado a mis pacientes terapeutas)

- Bueno, ¿cómo estás? ¿Cómo está tu cuerpo?

- No sé. Duermo mal por las noches, creo que es insomnio, o desvelo onírico...

- ¿Y eso? ¿Qué es eso del desvelo onírico para ti?.

- Me acuesto, cojo el sueño, o empiezo a entrar en él dulcemente, y ¡zas!. De pronto aparece un nombre de mujer y me desvelo.

Así comencé mi explicación cuando me llegó el turno del repaso vivencial en la ronda diaria de pacientes de la salud, aquella semana, este verano. Como siempre, como de costumbre, yo era remiso a soltar el discurso, a abrir las propias entrañas como si fuera mi auto augur, y contar de verdad lo que me sucedía frente a las dos docenas de miradas que, a las 13,30 de la mañana aquella, me tenían enfocado y con los oídos en alerta roja. Era duro, pero la situación en la que me encontraba era peor, amenazaba con superarme, y las noches se estaban convirtiendo en puro desasosiego.

- ¿Sólo un nombre?

Trató de empujarme el terapeuta higienista máximo a que desembuchara.

- Un nombre, y el deseo de saber cómo es ella, la mujer, pero no consigo corporeizarla aunque creo que la conozco, es decir, conozco su nombre. Y entonces empiezo a pensar si me desvelo por eso, o por que la cama está torcida hacia el sudoeste, y mi cuerpo se desliza paulatinamente hacia allí, se tuerce como hacia un despeñadero.

- ¿Está torcida la cama, o te lo parece?

Soltó esta vez el Terapeuta añadiendo leña al fuego, y entendiendo yo que lo haría hasta que me quemase del todo. Noté cierto tono de preocupación en su voz, y se me antojó que había asumido mi explicación con la sensación de que ocultaba una crítica velada a las comodidades de la casa.

- Al menos me parece que está torcida cuando estoy desvelado. Siento que algo me arrastra hacia abajo y a mi izquierda, en diagonal. He llegado a pensar que era el lado femenino que tiraba de mí. Aunque a veces, entre el despertarme y el nombre de la mujer que me asalta el cerebro vacío, imagino que soy yo el que se ha torcido, el que trata de irse de esa situación tan incómoda, y escabullirse por la cama hacia el infinito

- ¿Y qué sensación te produce eso en el cuerpo? ¿Te ahogas?

- Sí, sí, se me corta la respiración. Siento que el cuerpo no es mío, del que necesita y desea dormir, que se quiere ir con la desconocida mujer del nombre, a ver si descubre quién es. Me vivo como descuartizado.

- ¿Y luego, después, consigues saberlo?. El nombre, quiero decir.

Aquello me sonó a persecución abierta, me dolió, porque yo había hecho lo posible por quitarle enjundia al tema de la cama aunque estuviera convencido de que estaba torcida hacia el sudoeste, y eso era más una condición física real de ella que una alucinación onírica mía. Todos me miraron como si estuviera a punto de soltar el Tercer Secreto de Fátima. Tuve que seguir, muy a mi pesar.

- Que va, después me doy cuenta que por más que lo intente no consigo descubrir a la mujer ni dormirme, y decido que debo cambiar de sitio, de espacio receptivo, antes de despiezarme del todo, y que si cambio, o me duermo o encuentro a la mujer, que a lo mejor a ella no le gusta esa cama, y que debo tratar de describirla descubriéndola, sentirla, gozar de cada una de sus realidades, conocerlas

- Y lo haces...

- Sí, me voy con la almohada a los pies de la cama, tratando de no despertar a Beatriz. Coloco una frazada gruesa sobre la madera del suelo, me acuesto mirando hacia la ventana abierta que enmarca a la luna, y me tapo con la manta más suave.

- ¿Y entonces, te duermes...?

Comencé a ponerme nervioso, inquieto. Ni yo mismo sabía que era lo que me pasaba por las noches, porque al rato de entrar en aquellas sensaciones de pronto ya no tenía consciencia de casi nada, me subía el calor por la cara, por todo el cuerpo, una corriente nerviosa me zigzagueaba de arriba a abajo. Lo que viene a continuación, mis respuestas, seguro que estarán trufadas de mentiras. Perdón, de mentiras no, de explicaciones que no sé si serán las verdaderas, si me las inventaré sobre la marcha, o si son una mezcla de ambas posibilidades. De todas formas, el terapeuta me perseguía más allá de la lógica de mis contestaciones, como si él sí supiera que no eran ciertas del todo, que yo ocultaba algo, que no era capaz de traducir la verdad, que no lo intentaba seriamente, o que el cuerpo y la mente me ponían barreras para hacerlo.

- Que va. Bueno, a veces sí, sobre todo la primera noche porque el cuerpo quizá no se había enterado todavía. Cada noche necesito más cambios, engañar más al cuerpo, cansarlo, marearlo, hasta que no sepa dónde está. Anoche, por ejemplo, que se cumplía la cuarta desde que llegamos, necesité otros tantas idas y vueltas, de la cama al suelo y volver a empezar, y coincidió que terminé en el suelo. Esta noche, seguramente, me toca cama en la quinta ronda.

- Pero al final te duermes...

- Sí... Pero cada ronda dura entre tres cuartos y una hora, así que cada vez me duermo más tarde. Anoche eran casi las tres y media de la mañana.

- Entonces, es que descubres al fin de quien es el nombre.

- En absoluto. Ya te digo que le gano al cuerpo por cansancio, porque tengo más paciencia que él. El nombre me resuena en la cabeza a cada rato, persiguiéndome de la cama hasta el suelo y del suelo a la cama, pero de pronto, en uno de los cambios, desaparece, se queda en el camino, se evapora y ya puedo dormirme. Por las mañanas me recuerdo como un Ulyses nocturno, atraído por el canto de Circe hasta casi enloquecer, por más que se pusiera tapones de cera en los oídos. Yo me he inventado lo de los cambios, pero sé que no me libro de las llamadas, del nombre que resuena en mi cabeza como un tam-tam. Creo sinceramente que alguien me está llamando, pero no dice mi nombre sino el de ella, para que la reconozca.

- ¿Cuál es el nombre? Eso sí lo sabes...

Lo que yo sabía era que iba a llegar esa pregunta, pero no quería contestarla. La muchacha del nombre estaba ahí, en el círculo de las confesiones, un poco más a la izquierda de donde yo me encontraba, observándome como todos, como si yo hubiese emprendido el camino de la liberación y estuviese a punto para entrar en trance, pero ignorante de que ella estaba metida en el asunto tanto como yo. Lo contrario de Beatriz, que se conocía la historia de las noches en su versión más cutre, la doméstica, al menos por sufrir en carne propia lo de los paseos arriba y abajo de la cama, y que alguna vez, media dormida me había preguntado: - ¿Pero que es lo que dices?. Temía el momento en que el terapeuta máximo me sugiriera hacer el ejercicio del colchón o el del potro, que me desprendiera de los malos espíritus que me estaban atosigando a fuerza de una descarga de golpes seguida de la apertura del timo. Yo no creía en absoluto que fueran malos espíritus, es más, conociendo el nombre y suponiendo a quién pertenecía, no podía siquiera inventarme eso, hubiera sido ridículo. Sí, era verdad que su nombre llegaba a mí todas las noches, insistente, monótono, repetido, tenaz, pero también era verdad que lo único que yo intentaba era hacerme con la imagen de su cuerpo desnudo de odalisca escapada de algún cuento de “Las mil y una noches”, tal como creía verlo en la piscina, de recorrerlo en todos sus rincones, de acercarlo para apartarlo después de conocerlo. Y era eso, que me resultaba imposible, lo que me desvelaba de verdad. La del nombre se resistía a dejarme su cuerpo, a que yo lo escudriñara, y yo perdía las horas del sueño en tratar de reconstruirlo. A veces conseguía plasmar la imagen de un trozo pequeño de su anatomía, una mano volátil que parecía una mariposa creyendo que me hacía señas, incluso un pubis frondoso y oscuro como pozo de agua fresca en el espejismo del desierto, una breve sonrisa de odalisca, pero no conseguía armar su figura del todo. Cuando creía tener aprisionado en mi mente uno cualquiera de sus trozos corporales, y así poder adjuntarle uno nuevo que por ahí se evidenciaba, desaparecía el anterior. Nunca llegué a saber plenamente quién era, aunque conociera su nombre. Poco a poco la tarea imposible de atenazar en mi interior la imagen corpórea de ese nombre se alejaba más y más. Yo no cambiaba de lugar para vencer al cuerpo y poder dormirme, sólo lo hacía para encontrarla a ella, pero ella huía continuamente. ¡Huía, pero al mismo tiempo me llamaba, me llamaba, me llamaba...!

- Tranquilo, tranquilo...¿Quieres que hagamos un ejercicio?

El hombre entendió que yo me estaba poniendo nervioso, angustiado, y soltó al final la temida frasesita. El grupo entero giró entonces la cabeza hacia él, y sonó en el jardín un sordo rumor de inquietud colectiva, como si todos los cuerpos crujieran y se quejaran de pura ansiedad. El terapeuta me miraba fija y seriamente, buscando mi reacción, tratando de conocerla antes de que yo me pronunciase, seguro de que podía deslindar la verdad de la ocultación. Los compañeros en círculo trataron entonces de sobrevivir al enorme silencio paseando su absorta mirada desde mí al terapeuta, y viceversa. Me quedé congelado en el pánico por tiempo indescifrable. Él tuvo que insistir recurriendo a toda su capacidad de convicción y relajación.

- No es nada del otro mundo, y sólo si quieres. Te va a ayudar a desbloquear.

Sí, sí, sí, me dije a mí mismo con más desesperanza que convicción, lo que va a pasar aquí es que se va a montar una buena. Estaba seguro que lo iba a soltar todo al segundo raquetazo, que ya no aguantaba el que la historia oculta me jodiera el sueño nocturno, que me obligara al paseíllo argonauta que se multiplicaba en sucesión aritmética cada noche ¿Yo que culpa tenía si el dichoso nombre no me dejaba en paz?. Me sentí empujado por todo y por todos, me precipitaba al vacío y lo sabía, no era capaz de entender si lo iba a hacer por mí mismo o por solidaridad con todos aquellos que me miraban, para que se la pasaran bien un rato, o mejor, para que sufrieran conmigo como marranos, o porque simplemente me emocionaba que estuvieran tan pendientes de mí. Sobre todo ella, la del nombre, a la que de seguro se le iban a subir los colores hasta la raíz de sus cabellos largos, negros y sedosos. Pero menos por Beatriz, que me iba a volver loco durante una larga temporada con la clásica pregunta: -¿Por qué ella?

- Vale...

Fue lo único que alcancé a decir en un acto de increíble valor, antes de dejarme llevar por el devenir, como si fuera un condenado de la Revolución Francesa a punto de ser pasado por la guillotina sin remedio. Otro rumor, mezcla de alivio y expectación, se soltó de las bocas del grupo y subió a los cielos. Entonces todo sucedió como si la película hubiera vuelto al tiempo del cine mudo y se disparase a velocidad de vértigo. El terapeuta que ya volvía con el tortuoso potro a cuestas y la raqueta en una mano, y los compañeros que se reacomodaban dentro del círculo sin saber si debían aproximarse o alejarse lo suficiente, no fuera a meterles un raquetazo en medio de la cabeza en un momento de descontrol, o a contagiarles con la proximidad del ejemplo, como sucede en toda buena ceremonia iniciática.

- Apoya la cintura aquí. Bien. Déjate caer de espaldas, despacio, abre los brazos, la cabeza hacia atrás, respira ahí arriba. Así. Más atrás la cabeza, los brazos colgando a los lados. Así, bien, respira, tranquilo.

Me sentía como cuando mis padres me llevaban a la revisión periódica con el médico de cabecera de la familia, escena versión Hollywood feliz de los años cincuenta vistos por Frank Cappra. Pero el terapeuta máximo era más cálido que aquél ipócrita de Hipócrates, nada socarrón ni paternalista como él, y además insuflaba seguridad y confianza, incluso ternura yo diría. Vamos, que era como un caramelo según decían las chicas.

- Bien, así, tranquilo, respira. Con mayor ritmo ahora...

Comencé a resoplar como una locomotora. El calor arrancaba desde el vientre, me inundaba el tórax, se me subía -¿o se me bajaba?- a la cabeza y me salía por las orejas, por la nariz. Notaba que algo se ponía en movimiento justo en medio del esternón, mientras el cerebro amenazaba con volatilizarse y la cintura parecía a punto de estallar por la forzada posición. El crujido del pecho aumentó, y me adentré en la visión de que estaba por parir el alien histórico que me habitaba desde que era un niño, que el intruso me iba a romper el pecho y obligar a soltar en el aire un eructo horrísono convertido en monstruo mucolítico. El calor que me transitaba por todo el cuerpo, desde la pelvis hasta la corteza craneal, era tan denso que imaginé que me estaba asando en algún tribunal de la Inquisición, con los adeptos en torno, gozando y sufriendo al mismo tiempo, solidarios con mi expurgación, o aprovechando para soltar “in mentis” la propia. La voz del terapeuta intentó alcanzarme y devolverme a la realidad.

- ¡Bien, sigue así!. ¡Respira! ¡No te pongas nervioso! ¡Un rato más!

Yo estaba listo para estallar, con el cuerpo convertido en una locomotora, quemando carbón energético, echando vapor por el kaput y con un moscardeo zumbón acompañando todo ese movimiento interior desde la pura quietud posicional. Entonces lo solté, solté aquello que me corroía las entrañas mucho antes de que la voz nocturna lo pusiera en marcha, de que el nombre sin cuerpo me rondara noche a noche el sexto sentido, desde antes mismo de que yo siquiera intuyera que algo me sucedía. Lo solté con un alarido que tuvo que haber resonado por todo el valle, poniendo los pelos de punta a los campesinos enfrascados en plena cosecha. El grito arrancó en los genitales, cruzó como un rayo por el espacio del torso convirtiendo en cenizas todo lo que se cruzó por su camino, luego rebotó contra la bóveda craneal, como para dejar bien claro que ese no era el territorio adecuado para su perfomance, bajó al esófago, y arrastrando todo lo olvidado que encontró por allí salió despedido hacia fuera por la enorme e incontenible boca abierta.

- ¡Mamaaá. ! ¡Mamaaáaa...!.....¡Mamaaáaaa!..

Me asusté. Me asusté mucho y me quedé estupefacto, y al mismo tiempo me sentí exhausto pero liberado. No podía creer que fuera mi madre la que estaba ahí agazapada, oculta en mi propio cuerpo, esperando su oportunidad quizá durante muchos años, llamándome por las noches sin mostrarse abiertamente. Tuve que repetirlo largo rato para convencerme, e ir dejándolo salir hasta que se agotase.

- ¡Mamaaáa...! ¡Mamaaáa...!

En medio de los alaridos, del sudor, el asombro y el cansancio corporal, alcancé a distinguir el murmullo de sorpresa de mis compañeros, la indecisión y patética sorpresa del terapeuta, sorprendidos todos como yo por la ausencia del nombre de mujer, y la aparición de su encarnadura más potente, la madre. Entonces recién comprendí que la mía se llamaba como ella, la del nombre soñado. Mejor dicho, que ella, la que yo creía mi visitante nocturno, llevaba el mismo nombre que mi madre. ¡Por eso había sido imposible reconstruir su cuerpo en el duermevela!. Su cuerpo era otro. Más aún, pertenecía a lo oculto, al tabú de lo edípico.

Me desilusioné, pero también me alegré. Sí, me viví feliz como cuando era pequeño y mi madre me vestía por las mañanas. Ella reaparecía reclamando lo suyo, mi olvido de su memoria, la necesidad de su cariño, la fuerza de su presencia. Me alegré porque comprendí que todos los deseos sobre una mujer se vuelven infantiles. Queremos a la mujer madre quizá por que ellas nos quieren así, quizás por que necesitan que todos los hombres seamos sus hijos, que las dejemos ordenar nuestra vida, decirnos lo que tenemos que hacer, lo que debemos ser, mantenernos adictos a la familia. Quizá porque siempre queremos volver a su seno, o simplemente porque su nombre, puesto en otro cuerpo, había despertado sus maternales celos.

- ¿Cómo te sientes?. ¿Bien?. Bueno, relájate, respira profundamente, así...

Poco a poco me fui tranquilizando, luego comencé a incorporarme. Al cabo de un rato, aún poseído por el aturdimiento, con el cuerpo ajeno y dolorido, recorrí con la mirada los rostros de mis compañeros. Tenían cara de asombro, de inquietud, de incredulidad. Sin embargo ella, la otra protagonista oculta, la del nombre de mi madre, sonreía con los ojos brillantes y el gesto dulce, el cuerpo sereno reposando sobre la silla, los brazos abiertos y acogedores, con el seno materno como dispuesto a parir, o a ser penetrado. O al menos así me lo pareció, dentro de ese sopor feliz que nos queda a los que hemos arrojado todo hacia fuera.

Beatriz también aparentaba estar alegre, gozosa, quizás porque no había “otra”. Pero al mismo tiempo algo le nublaba el semblante, como si no le convenciera del todo esa expresada necesidad mía de la aparición nocturna y nominal de mi madre, en la misma habitación.

Al que veía peor era al terapeuta. Parecía como si estuviera en otro sitio, la mirada perdida, el gesto adusto y grave. Y es que el asunto había resultado ser más perverso de lo esperado, más difícil de comprender y explicar. Lo sabía, él se tenía que haber dado cuenta antes de admitirme, o al menos en los primeros dias. Pero es que yo siempre he sido un tipo bastante complicado.

Norberto Spagnuolo

Verano 1999