miércoles, 28 de octubre de 2009

MIGNOGNA, EDUARDO. Cineasta, escritor, y argentino.

No he celebrado nada estos tres años y veintidos dias cumplidos desde su fallecimiento. Sólo he contado este tiempo sin su capacidad creadora, sin ver ni escuchar noticias donde se le nombrara nada más que por estar haciendo cosas, o sea viviendo, pensando, sintiendo, perdida definitivamente la posibiliad de que al final quisiera hablar conmigo. ¡Lo que baja la atención sobre los idos!. Yo también casi me he quitado de encima la carga kármica en su beneficio, porque se la debía de alguna forma, y casi casi la percibo devuelta. No por culpable de algo, sino por cortesía y cariño. Tanto hablamos, tanto discutimos, tanto hicimos. ¿Dónde queda todo eso? Me lo quedo yo como albacea casi único sabiendo que desde entonces no podrá ser más que testimonio de parte. Ya es algo. Los recuerdos, incluso las vivencias, devienen puras estrategias de la razón, de nuestra razón. Y ya no hay tiempo para contrastarla. 
A Eduardo le critiqué su forma de contar algunas historias en el cine. También le critiqué su manera de vivir las circunstancias ventajosas de su fama. Quizás por que yo no he tenido que vivirlas, y quizás también porque no he sido capaz (¿?) de producirlas. Así que llegué a escribir un cuento que trataba de explicarlo:

PELEAS y PELEAS (cuento enojoso)
He llegado al convencimiento de que es bueno enojarse con la gente, pelearse, dejar de hablarles, ya se trate de familiares, amigos, compañeros de trabajo o simples viandantes que se crucen en tu camino por la calle, el autobús, el metro, o en el mismísimo cursillo que te aburre hacer. Y que eso de la historia compartida es lo de menos, porque a la mayoría de nosotros lo que más nos retrae a la hora de poder enojarnos con alguien es creer que se ha perdido mucho tiempo con esa persona, en conocerla, en tratar de ser su amigo, en procurar comprenderla y ayudarla si es un pariente, o de criarlo, educarlo y todo lo demás, si es tu propio hijo. La gente es, somos, muy tacaña, si invertimos en relaciones queremos ganancias, ya sean afectos desinteresados, que casi no los hay, o plenos de intereses vitales, económicos y sociales, que son la mayoría.
¡Hay que ser más desprendidos, coño!. Menos mal que hay personas que si te peleas con ellas a la larga lo agradecen. Vamos, que lo estaban deseando aunque no se atrevían a dar el primer paso, pero poco después de celebrada la ruptura se viven aliviadas.
Por eso es que desde hace un cierto tiempo me vengo peleando y enojando con casi todos, familiares, amigos, compañeros de trabajo.... Lo hago para demostrar mi decisión, arrojo y valentía. Es una opción muy conciente, y veo que está dando sus frutos. Me peleo con ellos y dejo de hablarles, de compartir nuestras existencias. Los ignoro, y además los fastidio tanto que ellos terminan por huir de mí como sí fuera de la peste.

Por ejemplo, creo que fue hace poco más de un año que decidí pelearme con mi primo y toda su familia de una vez por todas. Con él había compartido la vida, los deportes y las novias desde la infancia hasta el gran viaje común a Europa. Y más aún, en el período romántico y recordatorio que imprime la distancia, que es el mejor de los escenarios para mantener una buena amistad o el cariño familiar. Y más aún, durante su forzado exilio, que es una situación triste donde las haya, y uno se siente obligado a ser solidario. Cuando mi primo se hizo por fin famoso por hacer películas, y se dedicó a viajar por todo el mundo recogiendo premios, asistiendo a festivales y practicando toda esa parafernalia que afecta a los tipos que triunfan, empecé a pensar que un buen motivo para pelearme con él era que cuantas veces pasaba por Madrid apenas tuviera tiempo de verme, y que cuando lo hacía lo gastara simplemente en contarme sus peliculeros triunfos, o sus nuevas riquezas materiales, en lugar de hablar de nosotros, entre nosotros.

Con su familia fue más fácil. La mujer y los chicos se empeñaban en ignorarme, o nunca se enteraron bien de qué era lo que a mí me impulsaba como individuo. Aunque yo estaba seguro que la culpa también era de él en este caso, porque al igual que suele hacer en sus películas, en vez de explicarles mis más profundos sueños de ser humano se limitaba a relatarles mi anecdotario particular y familiar, las cosas graciosas que me habían ocurrido, o las torpezas en que habría incurrido, como si yo fuese un personaje de historieta cómica, o el anecdotario viviente de un ser sin trasfondos argumentales profundos.

También por eso fue que decidí enojarme. Quiero decir, porque en sus películas yo veía que sucedía lo mismo, cada vez más alejadas de la posible verdad, y menos vinculadas con la sociología y la política actual o pasada; cada vez mas personalistas y humanamente anecdóticas. Así también lo debió de entender el conocido crítico de cine español que le soltó una dura diatriba sobre la última vacuidad convertida en celuloide y recién estrenada, por lo que yo me apoyé en ello para adjuntar argumentos con los que labrar y justificar mi propio enojo. Le envié una carta donde le dejaba bien clara mi postura contra esa fórmula hibernada de mantener nuestra amistad, rematándola con una crítica acérrima al camino casi perverso que parecía afrontar su último cine.

Inmediatamente dejó de hablarme, de escribirme o llamarme por teléfono, y ni siquiera me puso a parir o se revolvió contra ello, y eso fue lo que más me mosqueó. Cuando uno decide pelearse o enojarse con el otro lo lógico, lo que uno se espera, es que el otro patalee, proteste, se indigne o se defienda, pero mi primo no. Está tan seguro del argumento que ha ido modelando para su vida, tiene tan claro el papel estelar que ha redactado para sí mismo, que supongo dio el asunto por terminado, sin reclamaciones ni protestas de inocencia o argumentaciones defensivas, arrojando sin misericordia más de cuarenta y cinco años afectivos, y convividos, por la borda. ¡La he jodido!, llegué a pensar firmemente.

Entonces me di cuenta que mi primo realmente se había sentido aliviado, que eso le facilitaba las cosas, y que le quitaba una responsabilidad de encima. Y mejor aún a su numerosa familia, que en caso contrario hubiera tenido que aprender a entendernos, a mí, a mi mujer, al resto de la familia, con lo cansado y difícil que es eso si uno pretende hacerlo de la mejor forma posible.

Frustrado por la falta de respuesta, arrepentido en parte por mi actitud, o preocupado por la suya, al cabo de cierto tiempo intenté volver a recomponer la amistad, retejer los hilos de la madeja relacional, pero no hubo caso. Comencé escribiéndole cartas o postales donde me hacía pasar por una joven admiradora, elogiando las películas suyas estrenadas en Madrid, haciéndole la pelota hasta lo indecible. Estaba seguro que él acabaría descubriendo quién era el de las misivas por el retintín que se escondía detrás de las palabras de alabanza, por el cínico tono epistolar cargado de beneplácitos y lisonjas. Pero no sirvió para nada, al menos en apariencia. Luego comencé a enviarle cartas personales, donde intentaba provocarle con lo de: ¿A que no eres capaz de responder? Mientras que por otra parte seguía manteniendo mis críticas a él, a sus películas. Pero el silencio seguía siendo su respuesta.

Y así ha continuado la historia. El acaba de volver a España a presentar su última obra y lógicamente no me ha llamado. En todo este tiempo no ha sido capaz siquiera de darme el gusto de mandarme al diablo, de demostrar que está herido, que en el fondo le importo, que me odia porque me quiere. Algunos familiares comunes han intentado tender puentes, incluso me mienten con palabras piadosas, o me transmiten falsos mensajes crípticos supuestamente procedentes de él, como un lacónico y tambaleante: - Dice que tiene ganas de hablar contigo...., que yo no me creo. O me dan falsas direcciones de correo electrónico que se rebotan continuamente. De todas formas, nunca hubiera sabido como recomponer la base de nuestra relación, sobre que nuevas o viejas verdades compartidas asentarla, de qué forma salvar o asumir la apariencia de las distancias sociales y económicas que nos separan cada vez más. O quizás nada de eso hubiera sido necesario.

No importa. Para consolidar mi independencia y demostrar que mi primo no es una excepción, incluso envalentonado o cabreado por ello, he seguido peleándome con personas, amigos, familiares, vecinos y simples transeúntes. Me basta con encontrar una excusa, un tema agazapado en la historia compartida, un detalle negativo del fugaz encuentro, u oculto en la larga complacencia amistosa. La fórmula la he extendido a otros ámbitos, y me encanta pelearme con las instituciones, enviarles cartas de queja, de reclamación, amenazarles con el abandono eterno de sus servicios rastreros y chatos, o perseguirlas con un eterno contencioso-administrativo de instancia en instancia.
Más que valiente me estoy volviendo temerario. Mi vida ha ido cambiando, complicándose, y todo gracias a mi primo. Para justificarme me digo que no hay que dormirse en los laureles de las relaciones fáciles, acomodaticias, que el mundo está lleno de posibles amigos, de verdaderos parientes del alma. Sólo hay que encontrarlos y empezar de nuevo. Sí..., ¿pero dónde?

Y cuando terminé de escribir éste cuento comenzó mi purgatorio. Descargué mi enfado, y adquirí mi personal kharma con él. Su muerte, dolorosa en la instantánea del suceso, me ha permitido limpiarlo. Bueno, casi.

Norberto Spagnuolo di Nunzio
Madrid, Octubre 2009