sábado, 17 de noviembre de 2007

PISO EN ESQUINA, DIFICIL DE HABITAR

(Cuento angular)

(.......)."Finalmente, mi madre creyó encontrar la solución ideal para tal handicap pensante en la señora doña Concha, que al parecer reunía todas las ventajas de una enseñanza suficiente y doméstica en la proximidad física de su academia, ubicada justamente en la esquina frente al propio colegio, aderezando tal decisión con el siempre oportuno sentimiento, compartido con las otras madres, de "ayudar a una viuda reciente".
(.......).Aquella esquina era algo más que una simple metáfora de la ciudad, era un plano frío y puntiagudo, con cara de lápiz, apenas romo por un chaflán escueto, que se asentaba sobre una acera amplia rematada en curva que nos permitía estar aguardando a que nuestra anfitriona abriera el pequeño portón metálico lateral mientras jugábamos, avergonzados, a las estatuas y a la rayuela con las chicas o, ya más en lo nuestro, a tontear con la pelota, a intercambiar, junto a otros compañeros de pantalón corto y medias largas, jugadores de fútbol estampados para la eternidad en fichas redondas, o simplemente a meternos el dedo en la nariz, convencidos de que ese era otro serio aprendizaje, necesario y desentrañador.
(........). Todo el escenario en derredor del lugar semejaba la proa de un barco perdido que navegase por el mundo sobre la grande y empedrada calle Nogoyá, sometida a los vientos pamperos que la recorrían de cabo a rabo merced a su orientación. El local, triangular, oscuro y húmedo como una sentina, resultó ser el pequeño comercio de ultramarinos (almacén en porteño), que había regentado en vida el finado don Francisco, esposo de doña Concha, hasta que un mal golpe de esos aires, esquinados y galopantes, le había metido entre pecho y espalda una mortal neumonía, complicada en los alvéolos de sus pulmones de empedernido fumador de picadura selecta. Siempre pensé que el enfriamiento final se lo había cogido el "gallego" en esa maldita esquina mientras aguardaba algún pedido urgente de españoles "picles" -llamados "variantes" en la Madre Patria- y que se consumían, en la Argentina de entonces muy alegre y golosamente, acompañando al vermut."

"Doña Concha y su Idem. Epistolario Psico-Erótico de un transoceánico"
Norberto Spagnuolo / 2000

Era yo un regular estudiante de primaria en Buenos Aires, cuando la obligada experiencia de aumentar el estudio de las matemáticas fuera de horas colegiales, y en un local de esquina, me dejó marcado para siempre. Sé que no fue solamente el espacio angulado lo que influyó en la situación, pero la fuerza natural que desprendía parecía provocar los acontecimientos que allí sucedieron. Incluso, pasados los años, experimenté la necesidad ineludible de sacudirme la historia en un relato, ese cuyo extracto figura en cabecera.
La esquina es un lugar paradójico, de encuentros y partidas, transitorio, desapegado y circunstancial. Lugar de cruce y descruce, de llegada y despedida. No me preocupo, ni lo digo o comento solamente yo. Antes fueron Borges, Cortázar, Pessoa, Bioy Casares, Proust, Poe..., si seguimos con la "P". Todos los grandes heterodoxos han experimentado cierta desazón ante la confusa habitabilidad de ese ángulo interior más bien agudo, fugaz y volandero. Hay además grandes arquitectos que se han especializado en sacarle jugo constructivo y meditativo al tema, y convertir el ejemplo en paradigma: Sullivan, Loos. Wright, entre otros. Al piso de esquina es difícil proyectarlo, es difícil vivirlo. Cuentan que en Madrid, barrio de Carabanchel, cierta vez hubo que ajustar el proyecto de toda una urbanización de tipo social y subvencionada porque los arquitectos responsables del proyecto habitacional no sabían acometer el dichoso piso de esquina, se sentían inseguros, no dormían por las noches, tenían sueños extraños, se resistían, se negaban sin decirlo. Alguien finalmente les preguntó: ¿Sois inútiles o supersticiosos? Los ángulos agudos se convirtieron entonces en cortes, en fachadas finales en ángulo recto, y se perdieron absurdamente metros cuadrados de vivienda, y lo que es peor, proas hendiendo la imparable corriente del suburbio.
Curiosamente, un buen amigo me confirma la tendencia a esquinarse presente en la amplia tradición española de los que fueron, y volvieron de América, un poco más ricos, capitanes de favor o de ocasión, indianos altos o intermedios, etc. Dice mi amigo que muchos de ellos se peleaban por construír o reconstruír sus casas en las mejores esquinas de sus ciudades origen, con balcones destinados a ver pasar al mundo, y que el mundo les viera a ellos embutidos en el mejor estilo plateresco. Recuerdo o imagen, en definitiva, de las proas y popas navieras en que los viajeros habían cruzado el Atlántico.
Por eso se agrandan mi asombro y admiración cuando una entrañable amiga, compañera además de sudores profesionales, me cuenta que, en comunión con "su otro", acaba de cambiar de casa, de piso, y comprarse uno en peliagudo ángulo de esquina, nada menos que en el fugaz, circunstancial y transitorio, a todos los efectos, popular barrio de Lavapiés. Pero creo que esta historia promete algo más sustancial, propio de Poe, o de los inquietantes Thomas de Quincey, y William Le Queox, que sus protagonistas van camino de engrosar la lista de héroes urbanos anónimos que hacen gloriosa a una ciudad, digna de celebrar juegos olímpicos pese a quién pese; héroes de gran historieta de comic. Sí, hay ciudadanos que se arrojan a la aventura transhabitacional como si hubieran sido aleccionados por un oscuro e imaginativo autor, a la búsqueda de sugerentes paradigmas vitales urbanos.
Lo cierto es que ellos tenian ya esa otra casa, aunque fuese un pisito exiguo y recapitulado, reformado, rehabilitado y vuelto a habitar varias veces en el transcurso de al menos 200 años de servicio a las clases populares y castizas del mismo Lavapies. Un pisito rehecho y re-decorado innumerables veces, perteneciente a una de esas clásicas corralas madrileñas, salvada varias veces de la desaparición por persecución y agotamiento inducido por propios y extraños; o sea, por el municipio y las inmobiliarias. Era pequeño, pero se les quedó chico. Los primeros años tuvieron que soportar los últimos trabajos de rehabilitación oficial, la Corrala había entrado en el ¿Who is Who? de la edificación histórica popular y protegible, y a pesar de los inconvenientes, de alguna forma se beneficiaron de ello. Ahora, pocos años después, lo podían vender algo más caro. Lo demás es puro milagro metodológico, valentía de usuario, riesgo de aventurero urbano, y quizás el oscuro amor, o atracción fatal, hacia las esquinas, al menos a esta en particular.
Sí, tal vez sea una de las esquinas más ajetreadas de Madrid, y eso, en sí mismo, ya es un mérito en una ciudad sacudida en toda su extensión, otra vez, por los afanes inmobiliaros y urbanísticos de los mismos de antes, y de siempre. Aduce mi amiga, en su descargo, que esa casa siempre les había gustado, que hace tiempo sabían que había un piso libre, que no se vendía, o estaba a punto de hacerlo, y que la casa les atraía. El piso ocupa la tercera planta, en esquina, y dispone de seis balcones hacia sendas calles, unidas bajo la prodigiosa quilla inmobiliaira: Servet y Valencia. Tres de esos balcones, señorean la fachada angulada oteando el horizonte, como encajados debajo del bauprés de un hermoso galeón del XVIII donde se hubiese trastocado la ubicación del camarote del capitán más valeroso, de la tranquila popa a la inagotable proa, hundiéndose y levantándose sobre las embravecidas calles, plenas estas de inmigrantes, y de sospechosos habituales vigilados por la subdirección provincial de Prestaciones de Muerte y Supervivencia, que aunque no lo crean sí existe.
Es evidente que en su arrebato esquinado, no se han detenido a considerar ningún tratado de Feng Shui, a pesar de que, en una reciente revista de decoración, expresamente se advierte: "Tanto coreanos como japoneses, por ejemplo, evitarían adquirir o construír viviendas que tuviesen una larga escalera para acceder al interior, o que estuviesen emplazadas en una esquina en la que se encontraran dos calles" Bueno, bueno, quizás sean exagerados los de la revista con esta insistencia acerca de "una esquina en la que se encontraran dos calles". ¿Y que esperaban, que nunca se encontrasen? Bueno, sí, quizás habría que matizar. No se trata de esquinas cualquiera, no es la esquina rectangular, ni la esquina de chaflán de ensanche barcelonés, ni menos las de Buenos Aires, que son esquina no siéndolo, y que sirven sobre todo para aquilatar como va el mundo, psicólogo y macho abandonado incluídos. Hablando con propiedad, se trata solamente de las esquinas agudas, porque esta claro que allí el espacio se dispara como una flecha, los arquitectos, ya lo hemos visto, recelan de su posible fracaso ordenando el espacio interior, la dinámica residencial se hace inestable, fugada, y todo atrae hacia ese bendito ángulo agudo. Y más si, como en este caso, tiene ventanas, balcones, o ventanales de esquina, que es categoría especial.
La casa en su conjunto, goza además de una bien merecida fama histórica de inquietud, de inestabilidad milagrosa, no sólo por su longeva residencia en la tierra que supera los ciento veinte años. Si observamos los viejos planos de Madrid de hacia la mitad del XIX, años 1837/47/48/56, vemos que los terrenos están todavía sin edificar, y parecen pertenecer a la huerta o jardín de un Convento y Escuela de Párvulos. En el del Ensanche de Madrid, de Carlos Mª de Castro, hacia 1857, se mantienen con la misma asignación, e igualmente sucede en el plano de Distritos de Madrid de 1865, donde Lavapies pertenece al de La Inclusa. En todo ese tiempo, y hasta finales de siglo, lo que será calle Miguel Servet es conocida como Barranco de Embajadores. Y eso debería haber sido, un cauce de desagüe de aguas de escorrentía de la zona alta de Lavapies hacia la Ronda de Atocha. Pero el tema sigue igual según el estupendo plano de Ibañez Ibero, años de 1872/73 y 74, y hasta 1884, donde en el plano de Emilio Valverde ya puede observarse, por primera vez, la estructuración en manzanas del triángulo comprendido entre el Barranco de Embajadores, la Calle Valencia, y la Ronda de Atocha. Poco más tarde, en los planos madrileños de 1886 a 1900, aparece la zona como construida, o en proceso de hacerlo. Finalmente, en el Plano de Nuñez Granés de 1910, se muestra ya casi como en la actualidad, y con similar nomenclator local. Podemos pues fijar tal antigüedad entre 100 y 120 años.
En las proximidades de este nuevo triángulo urbano de fines del XIX, se localizan dos más antiguos y respetados edificios de la historia madrileña, las Casas de Corredor, o Corralas, en Mesón de Paredes con esquina a Miguel Servet, de hacia 1790, y la antigua Fábrica de Licores y Aguardientes, de la misma època, transformada por decisión de Pepino el Breve en Fábrica de Tabacos y Rapé. Es evidente pues que, el lugar elegido por mi amiga como residencia debe bullir, tanto de día como de noche, de viejos espíritus populares encarnados en jugadores de naipes ajados, borrachines de esquina, fumadores empedernidos, y románticos degustadores de psicotrópicos. Espíritus todos a quienes las casas de esquina, aguda por supuesto, les priva más que nada, sobre todo si mantienen esa apariencia de goleta invertida, y se deslizan, incesantemente, sobre las revueltas aguas callejeras de Lavapies.
El nuevo hogar, la casa pues y al parecer, gozaba -y goza- de bien ganado prestigio y memoria misteriosa. Y todo sería estupendo si acabara en eso, en simple recuerdo o imaginación de su pasado castizo y orillero, con sus fantasmas mal muertos o bien vivos. Pero el destino, la predestinación, juegan a veces con el tiempo, se empeñan en recostarse sobre lugares especiales a los que vuelven una y otra vez.
Bajo el cauce del antiguo Barranco de Embajadores, vino la técnica del siglo XX a definir el paso del moderno METRO, el retumbar de la máquina, la oscura lombriz mecánica. Si observamos los planos de las infraestructuras ocultas de la ciudad matritense, enseguida descubrimos el ramal que pasa, a cercana profundidad, justo por debajo de la casa de mi amiga, tanto que parte de la sección esquinada de ella descansa sobre la bóveda que da cobijo al monstruo. Julio Verne no lo hubiera pergeñado mejor.
Durante largos años, lustros, décadas tal vez, los residentes tuvieron que convivir con el sordo rumor intermitente que agitaba la casa, producía ligeras grietas, el tintinear de cristales, el golpeteo suave de puertas y ventanas, en una ola que ascendía desde las entrañas de la tierra, provocaba el paulatino inclinar de la esquina, y se agostaba hacia los pisos superiores para salir como un tenue suspiro por arriba de la cubierta. Era el METRO. Las reclamaciones vecinales han logrado al cabo de los años que la compañía explotadora refuerce la bóveda del túnel sobre el que se apoya la casa, y que sordos rumores y breves temblores se reduzcan, se aquieten. La Compañía promete colaborar y financiar las inminentes obras que requiere el expediente de Inspección Técnica de Edificios, reforzar la estructura, sanear los forjados y cimientos, reconstruir el saneamiento.
Pero la casa sigue torcida. El dormitorio camarote en esquina tri balconada, donde mi encantadora amiga comparte lecho con su pirata, desliza suavemente hacia afuera su suelo de entarimado antiguo, como si la casa siguiera navegando, hundiendo y levantando su proa sobre las procelosas aguas callejeras.
No importa, el piso es hermoso y está llena de promesas, de vida necesitada de vivirse, de mapas con puertos a los que llegar, de viejos vecinos navegantes necesitados de alegría. Y sobre todo, mi amiga es más feliz que una gaviota revoloteando sobre la cubierta del bergantín. Por algo será.

Norberto Spagnuolo / Julio de 2005

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