lunes, 14 de enero de 2008

EL BAR DE LAS MUCHACHAS PARECIDAS

(Un cuento interminable)

No hace tanto que comencé a frecuentar este Bar-Restaurante, el de Las Muchachas Parecidas, con mayúsculas, como lo llamamos nosotros, como comienza a llamarlo la gente, y donde ahora escribo. No recuerdo su nombre original, que parece diluido entre lo inútil y etéreo, y haber sido suplantado por esta versión popular que une realidad trascendida con lugar, confiriéndole profundo significado, el que seguramente su propia dueña le hubiera querido dar aunque comprendo que a ella no le interese, que no quiera que se conozca la verdadera historia. Sin embargo está ahí, al alcance de cualquiera que tenga un mínimo de perspicacia, de sensibilidad. No creo exagerar en esto, quizás alguno de ustedes lo piensen así, tal vez la misma dueña, que ante mis comentarios suele hacer un gesto de cierto fastidio como si yo pudiera desvelar el gran secreto, la hermosa fábula, sin tener derecho ni fiables datos para hacerlo. Le explico que así somos los escritores, alcahuetes y soplones de las historias de otros cuando no fabuladores, y a veces de las propias con condescendencia, o furor destructor, indistintamente. Mantenerlo oculto, o tratar de hacerlo, le insisto una y otra vez, es inútil y además avaro, porque la riqueza que el asunto aparenta tener no es para guardársela en la alacena, sino ponerla al alcance de todos, tal que si fuera café, la cerveza o el bocadillo que vendes a cualquiera, cada día. Eso mismo le digo, además, habría que andar como loco, ensimismado o perdido para no darse cuenta y disfrutar de ello.- ¡Que es como van casi todos!- me replica, celosa de un secreto que cree a nadie interesa.
Lo cierto es que ella, la dueña, debe haberlo programado todo en algún momento particular de su vida. Quizás se haya quedado sola con su hija de pocos años, quizás la haya abandonado su marido, tal vez ella misma lo dejara. Y algo similar parece haber ocurrido antes, en su propia familia, con un padre que también se va, con otra madre abandonada, la suya. Muchos abandonos son esos para no caer en la tentación de forjar una familia propia, la que uno quiere organizar a su gusto sin tener que depender de lazos de sangre dados, herencias genéticas, cargas históricas, deberes filiales, y demás, que son los que más duelen cuando mal se usan, y aún más cuando se rompen. Sí, quizás.
Desde que comencé a frecuentar éste bar, por necesidades y facilidades de proximidad a un trabajo circunstancial, noté algo curioso que al principio no supe definir. Había algo entre las personas que atendían que me llamaba la atención. Al principio fue una muchacha morena, alta, espigada, con el cabello castaño, o cobrizo oscuro suelto, los ojos grandes y verdes, moviendo el cuerpo de forma lenta pero graciosa, acompasada, balanceándose hacia un lado y al otro, empujando desde la cintura ese vaivén cadencioso, mientras se manifestaba amable pero con pocas palabras dichas en voz baja, apenas enunciadas. En las siguientes visitas al lugar fui atendido por otra muchacha algo más madura pero con un aire inconfundiblemente similar a la anterior, de rostro semejante, aunque con el cabello tirando a rubio, y los ojos azules. La acompañaba una niña, casi ya adolescente, también muy parecida, seguramente su propia hija deduje, y así pude comprobar después. Supuse al principio que se trataba de una madre y sus dos hijas con cierta diferencia de edad, o de dos hermanas y la hija de la mayor de ellas. Era imposible en otro caso ese aire familiar en tantas cosas, ese alborotar del espeso cabello suelto, esos cuerpos moviéndose bajo el mismo ritmo, los senos igualmente escuetos pero provocones. Y había una extraña e idéntica manera de hablar, de pronunciar las pocas palabras que se suelen articular desde el otro lado de la barra, las estrictamente necesarias: “¿Sólo o con leche? ¿Templada o caliente? ¿Algo para comer? ¿Vale así?”. Salvo en un caso, pues la que parecía la mayor y madre de las otras dos resultaba evidente que era la que allí mandaba, y sus parlamentos, relación con parroquianos y suministradores, eran más definitorios y seguros, más extensos sus coloquios, aunque el hablar seguía siendo curioso, particular, con un silabeo entrecortado de sirena que se quedaba reverberando por el aire.
Lo cierto es que poco a poco me fue atrayendo ese misterio latente, y era ya más el afán por desentrañarlo que la estricta necesidad de acudir para desayunar o tomar algún aperitivo lo que me arrastraba al interior del bar, y me obligaba a permanecer largos ratos acodado en la barra, observando el ir y venir de aquellas muchachas y de las otras que se iban sumando y turnaban con las primeras, siempre con ese extraño aire de familiaridad, de paulatino parecido, que a veces resultaba imposible no percibir, y otras costaba trabajo descubrirlo. Y siempre esas breves y habituales frases o palabras repetidas, ese acento confuso, siseante, que las acompañaba al ser pronunciadas.
Era evidente que las muchachas que iban surgiendo detrás de la barra o por la puerta de la cocina no mostraban características de similitud hasta pasados algunos días. La manera de moverse, las breves frases, el color del cabello o la forma de peinarse, evidenciaban diferencias inicialmente notorias que, poco a poco, iban diluyéndose, convirtiendo a cada una en un reflejo cada vez más identificado con el modelo original. Al mismo tiempo que se producía esa transformación, la relación entre ellas aumentaba en los aspectos de familiaridad, dando sustanciales pruebas de amor filial, y todo ello en un ambiente de alegría y luminosidad que se contagiaba a los parroquianos allí presentes, amparado quizás en los radiantes colores que impregnaban las paredes del local canalizados por la implacable iridiscencia que barría la acristalada fachada.
Era pues casi obligatorio que yo arrastrase hasta ese misterioso escenario a los ocasionales compañeros de trabajo, alguno de los que lograba convencer merced a la cotidiana invitación a desayunar o tomar un aperitivo. Pero resultaba difícil tratar de seducirlos con esa historia un poco absurda de que el lugar era atendido por una particular saga familiar femenina de carácter infinito y renovable. Era entonces lógico que ninguno de mis ocasionales acompañantes, aún repitiendo visitas y explicaciones, acabase entendiendo lo que yo creía patente a todas luces. No prestaban la atención suficiente, y terminaban por coincidir entre ellos en que aquello era pura casualidad circunstancial, o simple fantasía construida por mi exagerada imaginación. Así que al cabo de varios frustrados intentos de transmitir aquello tuve que volver a mis solitarias presencias contemplativas sin contraste posible, sólo alimentadas por una curiosidad que requería, alguna que otra vez, el lanzar preguntas confusas a parroquianos habituales, o a las propias y diversas muchachas que iban integrando aquella fantástica saga.
Uno de estos parroquianos, con el que coincidía algunos días en el desayuno, parecía mostrar un mayor grado de atracción por aquél misterio, soliendo expresar algún que otro comentario que me animaba a creer que por fin había dado con alguien que compartiera mi interés en ese extraordinario desfile de aparecidas-parecidas. –Y de desaparecidas-reaparecidas, agregaba él, tratando de darme a entender que el asunto era más complicado de lo que yo creía. – Sí amigo. ¿No ha observado usted que al cabo de un cierto tiempo alguna de ellas no vuelve a ser vista por aquí, y de pronto, pasado otro cierto tiempo, reaparece? -Claro que usted hace poco que viene por el bar, argumentaba, dándome a entender que yo era bisoño en tales experiencias y averiguaciones. -Mire, observe, me dijo un día arrastrándome hasta el cristal que cerraba el frente del local, ¿ve lo que hay justo ahí enfrente? Cruzando al otro lado de la calle, ligeramente en diagonal, alcancé a distinguir entre las copas de los frondosos árboles un cartel con letras rojas, y debajo un estrecho local por donde entraban y salían continuamente personas, muchas de ellas mujeres de diferentes edades. -Es un centro del INAEM, me confirmó el parroquiano. ¿Sabe lo que eso significa? Observe a la gente que va y viene, continuó. Del movimiento de entradas y salidas de las personas que se acercaban al centro de empleo, se destacaba un grupo intermitente, principalmente muchachas, que arriesgándose cruzaban directamente hacia el bar eludiendo los obstáculos habituales que una calle opone a un peatón: bordillos, automóviles estacionados o en marcha, “aletas de tiburón” protegiendo el canal Bus-Taxi, etc. Y terminaban aterrizando en el bar, mientras otras que estaban dentro hacían lo inverso. Era evidente que la mayoría de ellas venían a desayunar para seguir luego con sus trámites, o retornar a sus quehaceres habituales.
- Bien, no sólo eso, insistía mi compañero de investigaciones. Observe como algunas de ellas se dirigen supuestamente al aseo que está en el sótano, y no reaparecen hasta pasado un considerable lapso de tiempo. Y cómo parte de las que bajan vuelven alegres o entusiasmadas, otras aparentemente contrariadas, y el resto no manifiesta ningún cambio en su actitud. ¿No le hace eso reflexionar? Bueno, quizás no sea hoy uno de esos días de “pesca”, continuó. No siempre sucede lo que yo trato de hacerle ver ahora. Creo que todo depende de ciclos, de tiempos de renovación, podríamos decir.
Era notoria mi candidez y falta de documentación al respecto, y también que carecía de muchas horas de observación que mi condición de cliente transeúnte, o esporádico -o golondrina, según decía mi circunstancial amigo- me impedía poner en práctica. Por el contrario, el parroquiano contertulio era un animoso jubilado que pasaba las horas en el prodigioso bar, saludaba o charlaba brevemente con casi todos los que por allí pasaban, y para colmo habitaba en el barrio desde su niñez. Aunque éste bar, explicaba, estaba allí sólo desde hacía un año. No podía yo aguardar tanto, ni cambiar mis costumbres habituales que no incluían, por ahora, el ser afecto visitante de ningún bar, cafetería, chigre, etc., salvo para el necesario desayuno mañanero y circunstancial. ¿Cómo pretendía así descubrir ningún misterio?, me recriminaba el maestro de observaciones.
Poco a poco, gracias a él y a un esfuerzo extra de mi parte por permanecer en el local algunas horas más a cambio de restar dedicación al trabajo, no ir a comer a casa, o tener que explicar a mi mujer con arduas estratagemas dónde me pasaba la mayoría del tiempo, fui completando el bagaje de mi información y perfilando la luz sobre alguno de los puntos oscuros que parecía encerrar aquel fenómeno. Conseguí llegar a conocer al menos a dieciocho muchachas que, siendo indudable pero imperceptiblemente distintas, integraban un armonioso conjunto de homogeneidades familiares. Lo que más me seguía llamando la atención en ellas, y entre ellas, era esa peculiar forma de caminar, una cierta dulzura de geisha sin menoscabo de ser capaces de pegar, modosamente, cuatro gritos cuando la cosa lo necesitaba, o de emplear similares vocabularios específicos con esa susurrante vocalización de extraño acento. Llegué a descubrir, gracias a mi amigo, que el mismo tenía connotaciones que recordaban el hablar de los habitantes del Lago de Sanabria, entre restos del gallego y dicciones del castellano de Zamora, sin dejar de sorprenderme el que gran parte de las muchachas parecían provenir de países de la Europa del Este: Rumania, Letonia, Chequia, Lituania, Bulgaria, o Polonia, mientras que otra parte eran sudamericanas o claramente españolas. Procedencias todas que, mi amigo mejor que yo, deducíamos de puros signos visuales e interpretaciones caracterológicas, porque ni ellas, ni la supuesta gran y primera propietaria, nos habían llegado a confirmar, o cuanto menos a insinuar como tales adscripciones territoriales.
Debido a ello, alguna vez mi amigo y cómplice había llegado a decir, con retumbante, engolada y alta voz, matizada y envuelta en dulces vapores etílicos, interesado en que todo el mundo allí presente lo pudiese escuchar: -¡Esta es la auténtica patria de la humanidad! ¡OH, verdadera Babel, mística, hormonal y republicana!, exclamación que fuera duramente criticada por la aparente dueña o gobernanta de todo aquello, con la reconvención añadida, eso sí dicha con cariño y a media voz de: - ¡A tronar tonterías a otro tiesto!, sonora frase articulada, en medio del clásico siseo, de curiosa construcción sintagmica que nos hizo recordar las hazañas verbales del poeta Lezama Lima. A ambos nos encantaba esta mujer, no sólo por sus cálidos y efectivos atributos físicos utilizados con prudencia, y ahora transmitidos vaya a saber como a cada una de sus pupilas-discípulas, sino por esa rotunda manera de alternarlos con una mezcla de cariño familiar materno y exaltaciones defensivas a lo Mariana Pineda, Manuela Malasaña o Agustina de Aragón. Es decir, pura mística guerrillera feminista que nosotros preferíamos atribuir al indómito espíritu de una Dama Duende metida a tabernera.
Con todo, gozaba yo junto a mi ocasional amigo y confidente de esa especie de Harén de espejos multiplicados que se nos antojaba el más maravilloso lugar del mundo, aún no sacando más ventajas de ello que la pura y simple contemplación y consecuente ensoñación, adornadas, eso sí, por un trato afectivo y unas palabras reiteradamente amables cuando no explícitamente cariñosas. -¡Qué alegría el volver a verte! -¡Ya era hora de que vinieras a visitarnos! -¡No te olvides de nosotras!, etc. Sólo el verlas caminar, ir atareadas de una mesa a la otra, salir por una puerta una de ellas y volver a entrar por la misma otra muchacha casi idéntica pero distinta, con similar bamboleo de la ondulada melena cobriza agitada al ritmo del cadencioso paso, mientras avanzaba zigzagueante entre mesas y parroquianos repartiendo sonrisas, era una verdadera experiencia sensible que nos dejaba en suspenso el ánimo y la libido. Todo este goce inmediato de los sentidos nos fue alejando de nuestro verdadero objetivo, que era descubrir lo que se ocultaba detrás de esa multiplicación diversa de la mujer o familia original, como se producía, desde donde, y como era posible esa cada vez mayor asimilación del modelo inicial. Habíamos llegado a establecer que la principal fuente de aportación estaba vinculada a la oficina del INAEM situada enfrente, sin menosprecio de la captación de muchachas que aparecían allí por otras diversas razones, compras, paseos, trabajos próximos, o también por ser empleadas de servicios municipales o gubernamentales que ejercían su labor en el propio barrio y venían a tomar el desayuno.
A estas opciones se sumaba la personal cualidad física de la posible aspirante circunstancial, junto a una indudable capacidad de captación de la propietaria, jefa y líder de esta singular familia, que comenzaba por entablar devota relación con cada una de aquellas muchachas con el objeto de ir aquilatando y construyendo no sólo la viabilidad de una nueva y longeva cliente, sino su perfil de candidata a integrar ese particular gineceo de camareras. Y así como llegaban y se quedaban durante un tiempo, así también se daba el momento de partir y volver cada una a sus quehaceres, si eso era menester, o encontrar una hora y un día en que su presencia fuera posible sin alterar costumbres personales ni actividades habituales. Así, poco a poco, el desfile de muchachas parecidas incorporadas a la atención del Bar-Restaurante que iban y venían, o al final se despedían en medio de grandes muestras de cariño, se hizo interminable. Como eterno pero divertido, casi fantástico, se ha hecho para mí este año que llevo visitándolo, pasando largas horas en él acodado en la barra o sentado a una mesa estratégicamente situada, sólo o en compañía de mi anciano amigo, el único que al parecer comparte con la propietaria el verdadero secreto de toda esta historia. Sí, ¿pero cuál?
Si alguno de ustedes se interesa en conocerlo, o quiere ayudarme a desentrañarlo, ya sabe: Bar-Restaurante llamado de “Las Muchachas Parecidas”, calle de Guzmán el Bueno poco antes de llegar a Meléndez Valdés. Barrio de Argüelles, distrito de Chamberí, Madrid. Allí me encontraran.



Norberto Spagnuolo
Enero de 2008

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