jueves, 3 de octubre de 2013

Levitando y apoyada en el coxis (variaciones higienistas)


      En Valdetorres, Maestrazgo alto, Teruel -triángulo del champurrado dicen los que aquí habitan- tengo sueños profundos y largos. Se repiten. Se refieren a necesidades de conseguir lo que quiero, de satisfacer el ego. Eso es lo que importa, triunfar en definitiva. Los sueños generan en mí una necesidad casi angustiosa de hacer el trabajo que me gusta, de que las cosas salgan bien, de proponer metas y objetivos, de dar rienda suelta a los sentidos. O sea, ensoñaciones del subconsciente que siempre se revela contra la cruda realidad, o contra la realidad que nos impone el consciente domesticado.

      La atención del pequeño hotel donde estamos es familiar. Julio me había explicado que el edificio era un antiguo palacete de algún noble o cortesano adinerado. Fachada de piedra con adornadas cornisas, grandes huecos y un exagerado escudo sobre el enorme portal, como para decir "aquí estamos nosotros, los tal y tal de cual". Las habitaciones son cómodas y dan a la pequeña plaza donde se sitúa el ayuntamiento. Desde ahí arrancan unas escaleras que se pierden hacia la parte alta del pueblo, aupado sobre una colina que domina el valle y volcado hacia el río que los separa. Hace calor. En el comedor te sirven comidas de menú popular con algunos platos regionales, pero justo el día que anuncian "ternasco" nos tenemos que ir. Las chicas que sirven son las hijas de los dueños, adolescentes con ganas de mirar por las ventanas y salir corriendo por la noche hacia el baile del primer pueblo. Ahora conversan con los mozos trabajadores que vienen a por el menú del día en pandilla. Ellas a ellos les piden que las lleven a bailar, o que por lo menos las saquen de allí, en coche, en moto, como sea y se ponen melosas. Además están los abuelos que también ayudan cuando las chicas desaparecen.

      Valdetorres es el aperitivo rupestre de nuestras vacaciones higienistas. Cosa de irse preparando, soltar las entendederas, relajarse. Termina bajando la empinada y prolongada cuesta que conduce a la orilla del mar, sin dejar de pasar por la increíble y mágica Morella. Ahora, ya en la primera noche de Los Madroños -Desierto de las Palmas, Oropesa del Mar- decido que lo de mi subconsciente alborotado debe ser culpa de esa larga negación de la satisfacción que me persigue últimamente en todos los aspectos, sobre todo trabajo y su rentabilidad moral, y las pulsiones sensibles, e intuyo que debo hacer más esfuerzos para que todo vaya saliendo según lo quiere él, mi subcon, y que tengo que conseguir todo lo que me proponga, no se vaya a cabrear y me vuelva tiriti. Como decía Julián, el dulce, amable y postrado santón de Riezu: quiero cosas, pero no hago lo posible ni tomo las decisiones suficientes para que se manifiesten.

      Pienso ahora que todo se debe a la pulsión inicial que me inculcó mi padre, ganar, ganar y ganar, y además follar; la ambivalencia entre la necesidad de ello y el paralelo temor a ello. Si las cosas se realizan hay que asumirlas, liderarlas, incluso volverse un poco cabrón para conseguir que se manifiesten o sigan funcionando.

      Estamos entre un desconcierto de edificios soltados en un espacio confuso y aparentemente desestructurado, como una aldea indígena en medio de la selva subtropical, o un pobladito de la pampa argentina. Las construcciones tienen ese aire de tapera o rancho a punto de ser arrasado por el malón de indios vengativos, salvajes  y furiosos, porque todo parece a medio hacer, sin terminar, con restos y abandono de cosas por doquier, chatarras, juegos de niños que fueron y a ellos entretuvieron, cultivos huertanos y mescolanza generalizada. Física edilicia de arquitectura vernácula o ecológica en busca del paraíso, con autoconstrucción desde la nada, sin mucho conocimiento, pocos o elementales recursos, p, y empiezas a ser más transparente que la luz de la luna llena. Por eso, en  noches como esas, todos descubren tus más recónditos secretos como si estuvieras tomando el sol con el cuero al aire, y después, en alguna postura de estiramiento y respiración, el alma se te dispara para arriba, mezclándose con el aire cargado de deshechos vitales abandonados y de sudores compartidos atravesados por suspiros quejumbrosos.

      Es entonces cuando alguien, quizás el más descargado que casi siempre resulta ser una mujer, comienza a despegarse de la tierra, a levitar tímidamente, aunque necesite aún apoyar el coxis sobre el suelo, como si se se tratara de la vuelta ancestral al primer apoyo. Le pregunto cómo lo hace, qué es lo que siente, pero ella se encoge de hombros y se sonríe. -No sé, no pienso en nada, sólo trato de ser feliz... Después nos explican que ése es un ejercicio de requilorio corporal, que andamos por la vida cotidiana con el cuerpo más desestructurado que una quiniela de tres resultados y así no hay subconsciente que descanse.

      Me lo creo, por eso me esfuerzo en repetir el ejercicio cuatro veces al día, pero  soy incapaz de levantar siquiera el culo o las pantorrillas del suelo. Al menos y mientras tanto, mi subconsciente ha dejado de pincharme con tanta parafernalia triunfadora. Como mucho ha comenzado a conformarse con satisfacer una visión que lo asalta ahora por las noches, terminar pegado al techo de la habitación, tal cómo sucedía en la película "Mary Poppins", cuando todos comienzan a reírse con las gracias y cuentos del viejo tío con  bigotes, y no pueden dejar de hacerlo.

      La risa te libera, ya lo dijo Humberto Eco recordando a los sabios de la antigüedad.
 

Verano 1998/1999

Norberto Spagnuolo
 

 

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