En
Valdetorres, Maestrazgo alto, Teruel -triángulo del champurrado dicen los que
aquí habitan- tengo sueños profundos y largos. Se repiten. Se refieren a
necesidades de conseguir lo que quiero, de satisfacer el ego. Eso es lo que
importa, triunfar en definitiva. Los sueños generan en mí una necesidad casi
angustiosa de hacer el trabajo que me gusta, de que las cosas salgan bien, de
proponer metas y objetivos, de dar rienda suelta a los sentidos. O sea,
ensoñaciones del subconsciente que siempre se revela contra la cruda realidad,
o contra la realidad que nos impone el consciente domesticado.
La atención
del pequeño hotel donde estamos es familiar. Julio me había explicado que el
edificio era un antiguo palacete de algún noble o cortesano adinerado. Fachada
de piedra con adornadas cornisas, grandes huecos y un exagerado escudo sobre el
enorme portal, como para decir "aquí estamos nosotros, los tal y tal de
cual". Las habitaciones son cómodas y dan a la pequeña plaza donde se
sitúa el ayuntamiento. Desde ahí arrancan unas escaleras que se pierden hacia
la parte alta del pueblo, aupado sobre una colina que domina el valle y volcado
hacia el río que los separa. Hace calor. En el comedor te sirven comidas de
menú popular con algunos platos regionales, pero justo el día que anuncian
"ternasco" nos tenemos que ir. Las chicas que sirven son las hijas de
los dueños, adolescentes con ganas de mirar por las ventanas y salir corriendo
por la noche hacia el baile del primer pueblo. Ahora conversan con los mozos
trabajadores que vienen a por el menú del día en pandilla. Ellas a ellos les
piden que las lleven a bailar, o que por lo menos las saquen de allí, en coche,
en moto, como sea y se ponen melosas. Además están los abuelos que también
ayudan cuando las chicas desaparecen.
Valdetorres es
el aperitivo rupestre de nuestras vacaciones higienistas. Cosa de irse
preparando, soltar las entendederas, relajarse. Termina bajando la empinada y
prolongada cuesta que conduce a la orilla del mar, sin dejar de pasar por la
increíble y mágica Morella. Ahora, ya en la primera noche de Los Madroños
-Desierto de las Palmas, Oropesa del Mar- decido que lo de mi subconsciente
alborotado debe ser culpa de esa larga negación de la satisfacción que me
persigue últimamente en todos los aspectos, sobre todo trabajo y su
rentabilidad moral, y las pulsiones sensibles, e intuyo que debo hacer más
esfuerzos para que todo vaya saliendo según lo quiere él, mi subcon, y que
tengo que conseguir todo lo que me proponga, no se vaya a cabrear y me vuelva
tiriti. Como decía Julián, el dulce, amable y postrado santón de Riezu: quiero
cosas, pero no hago lo posible ni tomo las decisiones suficientes para que se
manifiesten.
Pienso ahora
que todo se debe a la pulsión inicial que me inculcó mi padre, ganar, ganar y
ganar, y además follar; la ambivalencia entre la necesidad de ello y el
paralelo temor a ello. Si las cosas se realizan hay que asumirlas, liderarlas,
incluso volverse un poco cabrón para conseguir que se manifiesten o sigan
funcionando.
Estamos entre
un desconcierto de edificios soltados en un espacio confuso y aparentemente
desestructurado, como una aldea indígena en medio de la selva subtropical, o un
pobladito de la pampa argentina. Las construcciones tienen ese aire de tapera o
rancho a punto de ser arrasado por el malón de indios vengativos, salvajes y furiosos, porque todo parece a medio hacer,
sin terminar, con restos y abandono de cosas por doquier, chatarras, juegos de
niños que fueron y a ellos entretuvieron, cultivos huertanos y mescolanza
generalizada. Física edilicia de arquitectura vernácula o ecológica en busca
del paraíso, con autoconstrucción desde la nada, sin mucho conocimiento, pocos
o elementales recursos, p, y empiezas a ser más transparente que la luz de la
luna llena. Por eso, en noches como
esas, todos descubren tus más recónditos secretos como si estuvieras tomando el
sol con el cuero al aire, y después, en alguna postura de estiramiento y
respiración, el alma se te dispara para arriba, mezclándose con el aire cargado
de deshechos vitales abandonados y de sudores compartidos atravesados por
suspiros quejumbrosos.
Es entonces
cuando alguien, quizás el más descargado que casi siempre resulta ser una
mujer, comienza a despegarse de la tierra, a levitar tímidamente, aunque
necesite aún apoyar el coxis sobre el suelo, como si se se tratara de la vuelta
ancestral al primer apoyo. Le pregunto cómo lo hace, qué es lo que siente, pero
ella se encoge de hombros y se sonríe. -No sé, no pienso en nada, sólo trato de
ser feliz... Después nos explican que ése es un ejercicio de requilorio
corporal, que andamos por la vida cotidiana con el cuerpo más desestructurado
que una quiniela de tres resultados y así no hay subconsciente que descanse.
Me lo creo,
por eso me esfuerzo en repetir el ejercicio cuatro veces al día, pero soy incapaz de levantar siquiera el culo o
las pantorrillas del suelo. Al menos y mientras tanto, mi subconsciente ha
dejado de pincharme con tanta parafernalia triunfadora. Como mucho ha comenzado
a conformarse con satisfacer una visión que lo asalta ahora por las noches,
terminar pegado al techo de la habitación, tal cómo sucedía en la película
"Mary Poppins", cuando todos comienzan a reírse con las gracias y cuentos
del viejo tío con bigotes, y no pueden
dejar de hacerlo.
La risa te
libera, ya lo dijo Humberto Eco recordando a los sabios de la antigüedad.
Verano 1998/1999
Norberto Spagnuolo
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