martes, 21 de agosto de 2007

ÁCAROS, ARÁCNIDOS, y BICHIS-CETTE SOIREÉ


(*)Traducido como "Bichos para esta velada", es homenaje homofónico a la Vichyssoise,
prodigiosa salsa francesa que se pronuncia biçisuás, y viene a ser una espesa sopa hecha
a base de puerros, cebollas, patatas, caldo de pollo y crema, que se sirve generalmente fría.
Pues bien, la sopa ecosistémica de polvo, pelusa y cabellos muertos donde los ácaros
se hacen fuertes, crecen, se reproducen, mueren dramàticamente, o se transmutan en otros,
mantiene un aspecto similar pero sin caldo. Es pues, salvando las distancias,
un entorno darwiniano, un ambiente primigenio en el sentido atribuido al supuesto
gran caldo donde se inicia la vida orgánica de este planeta.

Como cada vez que llegamos a nuestra casa deL barrio de Las Palomas, Covarrubias, ellos están allí, esperándonos, si bien rígidos, entumecidos, o simplemente difuntos. La soledad de una casa cerrada no depara mucha comida voladora, y menos trepadora. La casa parece entonces un museo de vida insectil detenida, vaya a saberse cuando. Si... ¿Qué han hecho mientras tanto, hasta ese preciso momento en que se quedaron paralizados por el frío o la inanición, sin nada que llevarse al espantoso aparato deglutiente? Esperar, esconderse, acechar, darse un garbeo, de vez en vez, por el sistema aéreo de trampas invisibles, y sorprender, ya casi sin fuerzas, a una última y desfallecida mosca, una agotada hormiga, o un escuálido cortapichas confundido. La postrera víctima antes de detenerse para siempre, como una muñequita bailarina sin cuerda, en medio del espacio solitario y enrarecido de la habitación, en el interior sofocado de un colchón, en la comisura de un cojín, o dentro del mullido relleno del sofá. Se refugian para estar calentitos, para trascender al oscuro frío o la soledad, para supervivir en suma, o simplemente para estar a cobijo, alertas y preparados, en duermevela, alertargados como osos hibernantes pero con la recóndita voluntad de sorprendernos en nuestra primera sentada.
-¡Ah, por fin un sillón. Cuánto tráfico en la carretera, estoy agotado! Decimos nosotros recién llegados, mientras ellos aprovechan para detectarnos y al menos darse ánimos: -¡Ya están aquí; atentos,¡todo revive! Murmullo agitado que seguramente salta de cojín en cojín, de rendija en rendija, y se extiende por el aire renovado de la casa, iniciando otra vez el repetido combate entre el hombre y su entorno salvaje. Bueno, al menos con el micro salvaje. Ya sabemos que desde la diminuta mota de polvo que flota por la casa nos acechan espectrales monstruos microscópicos que luchan por su supervivencia, se defienden de la nuestra, y aguardan la paulatina transformación de la materia para crecer, reproducirse y renacer en otro. Y que por las oscuras grietas del fraccionado cieloraso, entre los rincones algorítmicos de los muebles, o en la semipenumbra húmeda de los aparatos sanitarios, se agazapan cientos de patas y cuerpecillos aparentemente frágiles dispuestas a volver a corretear por las alturas o bajuras interiores, y dar el mordisco preciso en el preciso instante. ¡Son ellos...!
La inspección de la casa, el observatorio de insectos y acompañantes, es el primer acto de la renovada toma de posesión del hombre sobre su propiedad inmobiliaria abandonada temporalmente. Es, como si dijéramos en un suponer: -¡Hasta ahora habéis estado vosotros, pero de aquí en adelante, ya veréis...! Es el grito de guerra, el vía libre para la destrucción denodada del insecto casero que a pesar de todo pudo haber sobrevivido a la soledad y al frío. La persecución y caza, el ajusticiamiento del bicho perviviente no es tan fácil. Puede haberse hecho fuerte, esconderse, encontrar el mejor lugar, mantenerse calentito, no mostrarse sin ton ni son, aventar sospechas, como carterista maduro en el Metro. Esa primera noche es terrible y larga, plena de sorpresas y de sustos, tan estremecedora como si tratásemos con algún posible invasor humano oculto. Antes que nada hay que comprobar si esos aparentes cadáveres colgados por rincones y techos, acechantes tras muebles y aparatos, lo son realmente. Siempre hay alguno que sale escapando, pero su lentitud, entre adormilado y entumecido, lo pierde. Otros se desarman solos y caen en trocitos, o en polvo, y van a integrarse a la pelusilla que vaga en grupúsculos por la casa al menor golpe de aire. Quién sabe si allí acaban devorados por sus compinches invisibles, agradecidos por aquél maná caído del cielo, si reviven milagrosamente, o si acaban sirviendo como criatura de algún Dr. Frankenstein de turno. Pero otros...
Aquella noche éramos tres humanos cansados del viaje y antecedentes, pero dispuestos a eliminar a todos los monstruos pervivientes antes de retirarnos a dormir, y hacerlo con la angustiosa idea, muchas veces convertida en sueño, de que por debajo de la cama, o agazapado en el colchón, hay algún superviviente. Mi primo, el cineasta, era el más preocupado o interesado, aunque ignorase el alcance de aquella ceremonia previa, así como el tamaño y peligro de las alimañas que pudiesen pulular por la casa. El residía, reside, en Buenos Aires, y aunque ya conociera el país, el pueblo de Covarrubias, y la propia casa de Las Palomas por sus iniciales estancias, y posteriores exilios, era lógico que fuera ajeno a la situación, o al concreto procedimiento para ponerle remedio: ¡Acabar con el Bicho!, antes de que el Bicho se vengara de un picotazo, y que la sutil inyección de su ponzoña de microorganismo a la defensiva nos dejara ronchas en brazos, manos y piernas. Siempre ha sido un exagerado, le gusta redundar en los asuntos, ampliarlos, darles relieve. Cuestión de profesionalidad que permanece latente en la vida cotidiana, no por nada ha sido poeta, escritor, y publicista antes de dedicarse al cine y la televisión. Generalmente se toma estas cosas a broma, con grandilocuencia crítica, pero era evidente que en el fondo se le erizaba la piel, como a mí, como a Beatriz, mi mujer, o como a cualquiera de vosotros, tan sólo con oír o saber que aquellas bestiecillas nos espiaban desde la oscuridad.
Gran parte de la velada se nos fue en desinfectar las camas y colchones, repasar los techos y esquinas, los muebles y sus escondrijos habituales, escobillón y fregona en ristre, gorro de baño o ducha, gafas de nadar, máscara filtrante sobre boca y nariz. Nos habíamos dispersado por las habitaciones cual escuadrón bien organizado, y cada tanto podíamos escuchar el sordo golpe, o el suave raspado, de tales artefactos sobre la blanca superficie al temple, señal evidente de que uno de nosotros acababa de rematar a algún pequeño intruso sobreviviente de la hibernada.
De pronto se oyó un pequeño grito de mi mujer, seguido de una corta carrera y una aparente llamada de socorro: -¡Aquí, en el aseo! Algo debería estar ocurriendo, pues no era habitual en Beatriz tal comportamiento. Mi primo y yo acudimos rápidamente, y pudimos observar a mi mujer que, con expresión de temor, señalaba con el brazo derecho, mano y dedo índice correspondiente, todos perfectamente extendidos, hacia la parte trasera y cóncava del pedestal sobre el que apoya el lavabo. -¡Hay una araña así!, dijo ejemplificando con el espacio recortado entre los dedos pulgar e índice de su mano izquierda, mientras mantenía la otra señalando en la dirección del hallazgo. -¿Estás segura?, preguntamos Eduardo y yo al unísono, como no dando crédito a una existencia tan principal, y ciertamente preocupados porque se avecinaba la necesaria caza y destrucción de un ejemplar de ferocidad y costumbres desconocidas.
Hacía rato que habíamos entrado en el día siguiente, y aquello amenazaba con mantenernos en vela largo tiempo, quizás hasta la madrugada o su mañana. Mi primo dispuso, como buen director que era, que primero era pertrecharse con las armas más acordes: linterna, escobillón, palo, y periódico o revista enrollado. También decidió que previamente debíamos escanciar unos buenos tragos de pacharán navarro antes de acometer la difícil tarea, y así entonar el cuerpo de cazador, es decir el nuestro, como suele suceder en toda partida de caza que se precie. Mientras abordábamos tales prolegómenos haciendo turnos frente al lavabo, fuimos discurriendo cuál sería, llegado el momento, la estrategia a aplicar. ¿Hacia dónde saldría corriendo la araña? ¿Saltará, como sucede en la película Aracnofobia? ¿Cómo haremos para obligarla a abandonar su escondite? ¿Con fuego, con luz, dando golpes? La verdad es que todo esto lo planteaba Eduardo, mi primo, el cineasta, como si aquello fuera el ajuste de una escena sobre la que el guión no diera suficientes pistas, y con la que él pretendiera obtener el máximo provecho artístico, lucirse en definitiva, y conseguir un sonado éxito de público. Finalmente consideró que el escenario debía estar bien iluminado y, ante el temblequeo esclarecedor de la linterna, decidimos traer una lámpara velador del dormitorio, apuntándola directamente hacia los azulejos detrás del lavabo. -¡El reflejo la deslumbrará e intentará escabullirse!, dijo mi primo en un arrebato de positivismo cinematográfico. Pero transcurrió más de media hora sin que hubiese señales del peligroso ser, y decidimos cambiar la estrategia. Había que mover, agitar la lámpara, para que el arácnido se sintiera confundido y amenazado en su escondrijo, se decidiera a salir corriendo..., ¡y entonces....! La noche, la madrugada ya, seguía avanzando sobre nuestros fatigados cuerpos, pero quién era capaz de acostarse sabiendo que en la penumbra de la casa deambulaban seres diminutos -¡o mayúsculos!- dispuestos a abalanzarse sobre nosotros. La espera se hizo desespera, ya casi no comentábamos nada, ni éramos capaces de imaginar nuevas estrategias, con los cerebros embutidos en un creciente sopor mezcla de alcohol y duermevela desacostumbrada. Recostados sobre las paredes del pequeño aseo, poco a poco nos fuimos deslizando hacia abajo, hacia el frío suelo de gres, la cabeza gacha, los párpados pesados, el aparato locomotor desarticulado. Revivo ahora aquella escena como la de una sonora derrota por siteo invertido, a manos de un ejército invisible, quizás inexistente, tal vez inventado.
Alcance a oír a Beatriz, como si hablara sola y entre sueños, con la voz pastosa que retumbaba en mi cabeza perdida en otro sueño. -¡Seeescapaaaaa, pooorrraaallíii!, dijo de forma ininteligible nuestro director. Pero cuando casi todos conseguimos salir del aletargamiento, solo alguno pudo alcanzar a divisar un rápido cuerpecillo corriendo sobre extensas patas hacia uno de los dormitorios. -¡Y de pronto desapareció!, dijo mi mujer tras narrar la breve secuencia. -¿Y ahora qué hacemos?, dije yo, en el colmo de la desesperanza por no poder refugiarme en el sueño invasor. Sí, ¿y ahora qué?, fue la mutua pregunta no pronunciada mientras compartíamos una desolada mirada.
El cansancio, el sueño, la argumentación irónica de mi primo, dispuesto a rematar aquella película de género comedia que se había convertido en una de terror, decía casi balbuceando, nos llevó a intentar descansar sobre los butacones de orejeras de la salita, huyendo de los dormitorios sin preparar, y de unas camas donde, posiblemente, acababa de refugiarse la escapada araña del lavabo.
Habíamos caído rendidos, con un pesado sueño desarbolando nuestros cuerpos en posiciones diversas sobre los silenciosos butacones cuando, ignoro en que momento, a que alturas de esa madrugada, un grito unísono nos levantó a los tres: - ¡Algo me ha picado! La luz de la habitación, velozmente encendida por Beatriz, nos permitió contemplar unos prodigiosos ronchones en cada uno de nuestros brazos.

EPÍLOGO POST SCRIPTUM

Sé que algunos lectores de mis artículos supondrán que esta es una historia con segundas argumentaciones, enveses socio políticos criticones, etcétera. Pero lo cierto es que es tan ingenua y real como parece, y que sucedió de verdad en una casa del barrio de Las Palomas de la sin para Covarrubias. Que mi primo es tal cual, un cineasta argentino lleno de humor sutil, cariñoso y exagerado, autor, guionista y director conocido de series de televisión, así como de populares películas estrenadas en España, con premios, tanto del Festival de Cine de San Sebastián como los GOYA de la Academia de Cinematografía de España. Que mi mujer Beatriz, es mi mujer Celia Beatriz y, finalmente, que yo soy yo.
Las casas del barrio de Las Palomas, en la sin par Covarrubias, tienen eso. Algunos dicen que es porque mantienen su espacio de cubierta, entre el entramado de alisos que la soporta, y el cielorraso de cañizo que la oculta, ventilado por un importante agujero circular en el centro del parteaguas. Y que esa redonda boca, dicen algunos, fue puesta allí no sólo para cumplir con esa necesaria función, sino para dar cobijo a las palomas, las del título barrial, que deberían haber anidado en tales recintos como reserva alimentaria de aquella España hambrienta de los Poblados de Colonización, o Rurales, construidos por el Ministerio de la Gobernación, sección Yugos y Flechas.
Pues bien, queda claro entonces que el agujero en cuestión, si bien no ha servido, o no sirve ya, para el menester previsto, sí lo hace en cambio para el acceso, refugio, y reproducción de pajaritos diversos, así como de pequeñas alimañas necesitadas, entre las cuales, lagartijas, arañas, cortapichas, y demás "Bichis-cette soireé", encuentran un confortable "camerino" para descansar de sus andanzas cinematográficas por la casa, al tiempo que la pueblan de ruidillos y apariciones. Son los Fantasmas de la particular Opera a la que asistimos los urbanitas, cada vez que volvemos a nuestra rural segunda residencia como si tal cosa.



Norberto Spagnuolo di Nunzio
Otoño de 2005

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